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¿Puede el miedo político revertirse e ir contra el opresor?

¿Puede el miedo político revertirse e ir contra el opresor?

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La comprensión que tenemos hoy del miedo es parcialmente distinta de la que prevaleció durante siglos. Se pensaba, de forma predominante, que el miedo es, en lo esencial, una fuerza irracional presente en las emociones humanas. Así, se concebía el miedo, principalmente, como un factor del carácter: ante una misma amenaza, hay quienes se controlan, mientras que otros experimentan una sensación de pánico. Todo esto es cierto, pero es solo un aspecto de la cuestión.

El surgimiento de los Estados totalitarios en el siglo XX, fundamentados en la sistematización del terror –Josef Stalin en la Unión Soviética, Adolf Hitler en la Alemania del Tercer Reich, Mao Tse-tung en la China comunista, Nicolai Ceaucescu en la Rumanía comunista/fascista, y otros– produjo una consecuencia que tiene un indiscutible interés en nuestro tiempo: el desarrollo de amplio campo de conocimiento y estudios especializado en el uso del miedo en la política.

La pieza clave del engranaje del Estado de terror es la información. Hablo de una especie de estatuto, de condición casi metafísica, del sentimiento de que el poder está en todas partes, que lo sabe absolutamente todo, que nada en las vidas de los ciudadanos y sus familias escapa a su conocimiento. El Estado de terror es aquel que se proyecta como el que tiene un conocimiento –un archivo, un expediente– de cada persona bajo su jurisdicción. La experiencia nos recuerda que esos expedientes son siempre falsos, invenciones destinadas a justificar las ejecutorias del poder feroz e insaciable.

Al Estado de terror le interesa proyectarse en las dos dimensiones posibles: se propone que cada ciudadano experimente formas íntimas de terror cotidiano –el “pulso del terror que corre por cada vaso del sistema sanguíneo”, según frase de Alexandr Solzhenitsyn–, al tiempo que observa y encuentra el miedo en las calles, en el paso cabizbajo de los peatones, en las miradas elusivas, en los silencios y eufemismos que invaden las conversaciones, en el deseo cada vez más insistente de las personas de regresar pronto a sus casas y evitar cualquier malentendido.

Cuando los miedos individuales y los miedos colectivos se conectan entre sí y se galvanizan como una condición generalizada en la sociedad, el Estado de terror ha alcanzado su apogeo. Produce una consecuencia que consolida su poderío: los ciudadanos, quiero decir, las víctimas, comienzan a desconfiar unas de otras. Se rompen los lazos de solidaridad más elementales y la conversación política desaparece, y si alguien se atreve a conversar sobre política, no es más que en el seno del hogar. Bajo el yugo del Estado de terror cada persona –cada familia– es un enemigo que corre el riesgo de ser eliminado.

Y es que escapar del Estado de terror es imposible o casi imposible: su comunicación consiste en diseminar la premisa de que nada puede cambiarse; que el poder se mantendrá de forma indefinida; que lo pragmático es evitar cualquier esfuerzo por promover un cambio social. De lo contrario, el poder omnipresente llegará hasta tu puerta, la derribará como sea, irrumpirá en el hogar durante la madrugada, golpeará a los miembros de la familia, insultará, robará cuantos bienes encuentre a su paso y arrastrará al detenido, sin importar su edad o condición de salud, para desaparecerlo ocultando dónde se encuentra y en qué condición.

La pregunta que se hacen los presos políticos y sus familiares, los demócratas, los dirigentes sociales y políticos, y los titulares de las instituciones es si el estatuto del miedo puede revertirse y actuar en contra de dictaduras y regímenes totalitarios.

Sostienen los historiadores: tarde o temprano el poder totalitario colapsa. Genera dentro de sí mismo elementos recesivos, fuerzas que lo socavan, podredumbres que acumulan gases y explotan. La historia ha mostrado que cuando la sociedad percibe que el poder comienza a crujir, carcomido por las múltiples formas de corrupción –como la corrupción moral, por ejemplo– y las luchas internas saltan a la escena pública, es entonces cuando el miedo al poder pasa a un segundo plano y la fuerza del cambio crece, se contagia y se pone en movimiento para derrotar la dictadura e instaurar un régimen de libertades.

–Glosado y editado–

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Miguel Henrique Otero es presidente editor del Diario El Nacional

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