Una victoriosa sublevación de esclavos dio origen a una república que, de libre, solo tuvo el sueño de serlo. Haití –que por aquel entonces se llamaba Saint-Domingue– libraba la batalla más importante para su emancipación. Tras los constantes levantamientos de los esclavos, los soldados enviados por Napoleón buscaban sofocar la rebelión y restaurar la esclavitud. Sin embargo, la resistencia, el tesón y los ideales que lideraban a esclavos pudieron más que la milicia francesa.
La última batalla se acercaba, las tropas francesas seguían su paso, la resistencia de haitianos los esperaba entonando un cántico que daba sentido a su sublevación. Los soldados franceses pensaban que era algún canto tribal pero, con cada paso, la melodía se tornaba más conocida y reveladora. Cuando llegaron al campo de batalla se dieron cuenta de que los haitianos entonaban “La Marsellesa”.
¿Qué implicó cantar “La Marsellesa”? ¿No era ese acaso el cántico con el que los soldados franceses debían aplacar la rebelión en vez de que los haitianos lo utilizaran para sostener su revolución? Esta aporía es tal vez el mejor ejemplo para entender la interacción entre el ministro de Cultura y el arzobispo de Arequipa y nos permite generar dos lecturas.
La primera es en torno al empleo de los ideales de libertad, igualdad y fraternidad como cimientos de la Revolución Francesa. Entendamos el revés que dichos ideales sostenían, pues solo eran para aquellas personas pensadas como iguales, en donde el esclavo –al reclamar su libertad– era visto como objeto de burla.
Lo más complejo, sin embargo, no es solo el carácter lúdico con el que el pedido de libertad podría ser tomado, sino la fragilidad en la que los ideales de la Revolución Francesa se sostuvieron. Y es que, en este espacio, eran los haitianos más franceses que los mismos franceses, pues al emplear “La Marsellesa” como emblema de su rebelión, eran más creyentes de dichos ideales que los mismos creadores.
Así, cuando el arzobispo emplea los ideales del cristianismo para pedir la eliminación de la llamada ‘ideología de género’, es la respuesta del ministro la que se homologa con lo sucedido en Haití. Pues es más cristiana que el mismo representante del cristianismo. Al decir “amaos los unos a los otros y no los unos a los unos” el ministro revela la superficialidad discursiva con la que se intenta hacer los aplacamientos de las revoluciones.
Sin embargo, la historia no solo devela que el representante del gobierno puede tener mayor conciencia de qué significa ser cristiano, sino que, a su vez, nos remite a la segunda interpretación. Si bien los haitianos ganaron la rebelión, la dominación francesa nunca se fue de Haití. A pesar del destierro francés, quedaron latentes en la lengua y en los modelos gubernamentales no solo el ‘habitus’ francés sino también las estructuras objetivas. Al igual que en Haití, la respuesta del ministro nos permite observar que, a pesar de poder desterrar un discurso (como el francés), existirán remanentes que serán imposibles de extirpar y que se afianzan en el sentido común, producto de la ideología.
Por eso, hablar de ideología no se trata de una enseñanza o un adoctrinamiento. Se trata de cómo se forja esta en el hacer y no en el pensar. De cómo aunque se pueda enseñar algo, o repetirlo un millón de veces en el aula, es en la interacción de la vida cotidiana en donde la ideología se reafirma y se replica; no en las señales evidentes sino en la naturalidad con las que se arraigan, se hacen propias y se vuelven “espontáneas”.
Debemos observar con cautela que, a pesar de parecer opuestos, tanto el discurso biológico como el de género se nutren de una diferencia (hombre-mujer / masculino-femenino, y todas las formas posibles), como constructora de sentido. Por eso, el reto tal vez esté en atacar la diferencia pero no en el sentido de búsqueda de la igualdad, sino atacar –o dotar– de sinsentido estos discursos a tal punto que termine siendo absurdo (y hasta arcaico) debatir si alguien es hombre o mujer, masculino o femenino y todas las variables posibles. Proponer una ‘teoría ciborg’, en donde la urgencia y la necesidad por la definición de identidad sea algo estéril e irrelevante y que, más bien, acuse las taras que traen los discursos mientras sigan basándose en una diferencia.