(Ilustración: Giovanni Tazza).
(Ilustración: Giovanni Tazza).
Feline Freier

“Dame tus cansados, tus pobres, tus masas acurrucadas, deseando respirar libremente”, se lee en la inscripción que acompaña a la Estatua de la Libertad frente al puerto de Nueva York. Para muchos, la estatua es considerada el símbolo de la apertura de a los inmigrantes de todo el mundo. Desde su desembarco en la política, ha cuestionado la idea de una nación diversa y ha utilizado a los inmigrantes como chivos expiatorios para movilizar a su electorado.

La semana pasada, Trump dio su apoyo a un controversial proyecto de ley que busca reducir la inmigración anual en 50%. Para lograrlo, el proyecto plantea la eliminación de visas permanentes para familiares de ciudadanos y residentes estadounidenses y busca reducir a la mitad el número de refugiados admitidos cada año. A diferencia del actual sistema de inmigración –que favorece los lazos familiares–, el proyecto en discusión busca emular el sistema “basado en méritos” que utilizan democracias como Canadá, Australia y el Reino Unido.

Según la propuesta, se otorgará puntos a los solicitantes según su educación, su nivel de inglés, su edad, si tienen ofertas laborales, así como sus antecedentes de logros empresariales.

Entre quienes apoyan la reforma se encuentran algunas ONG antiinmigrantes y representantes del ala más dura del Partido Republicano. Sus defensores aseguran que, además del beneficio económico, el proyecto puede facilitar la integración de los inmigrantes, pues es probable que la sociedad receptora perciba el sistema como más justo si el ingreso al territorio es por mérito y no por sangre. Quienes se oponen –entre otros el Partido Demócrata, las ONG de migrantes y algunos senadores republicanos– rechazan la propuesta como xenófoba, racista y nativista. El Centro Legal de Inmigración Nacional la llamó “cruel y no americana”. ¿Pero es realmente racista el proyecto de ley?

A primera vista, no. En principio, no hay nada malo en querer atraer a migrantes calificados y afluentes. De hecho, la última vez que se intentó un sistema basado en méritos (en 1965) fue bloqueado por representantes demócratas en el sur de EE.UU., quienes, basados en consideraciones racistas, temían una transformación del perfil demográfico del país. La ley que se aprobó ese año y que continúa vigente estableció un sistema de inmigración que priorizaba la reunificación familiar, con la esperanza de mantener la composición demográfica de entonces –EE.UU. seguía siendo un país fundamentalmente blanco–. La ironía de la historia es que, medio siglo después, quienes más se benefician de la ley son los latinos y asiáticos de bajos recursos.

El proyecto que defiende Trump busca revertir los efectos de la ley de 1965. Los más perjudicados serían los latinos, pues componen el grueso de la inmigración de las últimas décadas y son ellos quienes buscan reunificarse con sus familias. Es justamente por eso que los críticos de la ley la consideran racista y nativista. Perjudica de manera desproporcionada a grupos étnicos que, de por sí, ya son vulnerables, pues en promedio son más pobres y sufren más discriminación que un norteamericano.

Al margen de las consideraciones éticas, los gremios empresariales temen que, de aprobarse, la ley tenga efectos negativos para la economía, especialmente en sectores como la agricultura y el turismo que requieren de la mano de obra migrante. La realidad es que el deterioro en la calidad de los empleos en EE.UU. está más relacionada con las transformaciones tecnológicas y con una serie de políticas económicas y laborales erróneas que con la llegada de inmigrantes.

En resumen, la filosofía de Trump y sus asesores es que la diversidad es una debilidad y que se está perdiendo la esencia de lo que ha hecho a EE.UU. grande: la cultura y la ética anglosajonas. Con esta reforma, Trump busca re-energizar a su base electoral –en particular a la clase trabajadora blanca que se ha sentido desplazada con la inmigración– ante el rápido deterioro en su popularidad. Sin embargo, es poco probable que el proyecto se convierta en ley. Los republicanos tendrían que lograr el apoyo de ocho senadores demócratas. Y no parece que puedan conseguirlo.