Paolo Sosa Villagarcia

La discusión sobre las múltiples crisis políticas está percudida por llamados a buscar “”. Borrón y cuenta nueva. Nuevo gobierno, nuevas elecciones, nueva Constitución. Todo nuevo, todo para ayer. Andamos confundidos hasta con el lenguaje: sabemos que tenemos problemas, pero no buscamos sino salidas. ¿Cómo salimos de esta? La pregunta resume el devenir del debate público, tan pesimista como exasperado. Salir es abandonar, es dejar atrás, es obviar la causa real del problema y esperar que movernos en una dirección diferente o reiniciar el sistema insistentemente sea suficiente para que los problemas queden atrás. Desaparezcan.

Estamos como en la caricatura del joven recién emancipado que usa platos nuevos cada día para no lavar los sucios. Sabemos cómo termina esa manida secuencia: una cocina repleta de platos sucios que tarde o temprano se llenará de hedores y cucarachas. Al final el muchacho terminará lavando interminables torres de vajilla que hubiera sido más fácil ir limpiando cotidianamente, plato por plato. Y el pensamiento insoportable aparece: “quizás debí haber escuchado las advertencias”. Pero, a diferencia del joven, los peruanos estamos todavía más hundidos. No solo hemos escuchado el coro de las élites del país recomendándonos que usemos platos nuevos cada día en lugar de limpiar los sucios, sino que –llegado el momento de las pestilencias y las plagas– la sugerencia es tirar todo a la basura.

Los problemas fundamentales que sostienen las crisis recientes no son de ahora. Desde la transición del 2001, no ha pasado un año sin que escuchemos sobre la crisis de los partidos o la falta de políticos profesionales. Pero el mantra repetido por las élites en esta nueva década perdida fue “en primer lugar está la economía; en segundo, la economía”. “Ya habrá tiempo en el futuro para las políticas”, decían. Nuestra enclenque institucionalidad política quedó a merced de quienes precisamente se beneficiaban de reglas laxas y confusas. No solo dejamos que esos platos se acumulen, esperamos hasta muy tarde para sugerir que quizás habría que empezar a limpiarlos. Pero, entonces, vino la crisis.

Desde aquel momento, pocos buscan o proponen soluciones, es decir, procesos graduales de restauración de lo rescatable y construcción de instituciones más democráticas, más fuertes. No, en el debate público se buscan salidas. Y cuanto más radicales, más atención reciben. Si a alguien se le ocurre mañana “suspender constitucionalmente el orden constitucional”, la respuesta será una lluvia de invitaciones a sustentar la propuesta ante cámaras. Habrá juristas dispuestos a dar su opinión, a proponer las contorsiones legales –porque hasta para interpretar hay reglas– que deberían seguirse para que tal cosa suceda. Qué lejos están los tiempos en los que se ignoraban los sinsentidos.

El problema es que buscar “salidas a la crisis” es como pretender eliminar un virus reiniciando la computadora (y sabemos muy bien que pasa cuando se reinicia continuamente un sistema sin remediar los problemas de origen). Cada nueva “salida” abre puertas que luego no pueden cerrarse fácilmente. Y pareciese que, si se nos acaban las puertas, estamos dispuestos a abrir hasta las ventanas con tal de ventilar la peste de los platos sucios. Como si por esas aperturas no se fueran a colar más tarde las alimañas. Censuras, vacancias, cierres del Congreso, prisiones preventivas, acusaciones constitucionales… todas salidas basadas en interpretaciones flojas, pero populares que dejaron puertas abiertas para la arbitrariedad y el oportunismo en el fragor de la pelea entre poderes.

Peor aún, todas discutidas y celebradas en su momento por las élites políticas y culturales que debían poner paños fríos. Muchas de ellas han sido incluso propuestas por voces que hoy siguen siendo escuchadas, sin siquiera haberse tomado el tiempo para respirar profundamente y reconocer que se equivocaron al azuzar más la confrontación. Hay que “morir matando” se decía tan fácilmente para motivar una respuesta más enérgica por parte del expresidente Pedro Pablo Kuczynski. Y de tanto querer matar al “enemigo” la que ha terminado herida de muerte parece ser la democracia, la misma que sin un orden constitucional respetado, sin equilibrio real de poderes, termina en puro verso populista. Habría, entonces, que empezar por dejar de escuchar a quienes en su momento echaron kerosene al fuego por ignorancia o conveniencia.

Es que las salidas, desde las más moderadas hasta las más radicales, involucran alguna suspensión del orden –a través de leguleyadas si se es pudoroso o a las patadas si ya no se teme a nada–. El resultado de esta erosión de la legalidad no es abstracto, se refleja en la profundización del cortoplacismo que nos viene ahogando en la incertidumbre. En cinco años de crisis hemos visto al país degradarse como si hubieran pasado décadas. Los cacharros sucios se nos acumulan, pero en lugar de sentarnos a lavarlos progresivamente, los arrojamos al piso con cada lectura antojadiza de la ley. La suciedad se nos multiplica.

No nos damos cuenta de que cada puerta abierta profundiza el problema, nos mete en más y peores complicaciones. Cada nueva herramienta de control político que se manosea pende, cual espada de Damocles, sobre los siguientes inquilinos de los palacios capitalinos. Y luego nos quejamos porque a los políticos solo les importa sobrevivir. Tendrá que llegar el día en el que nos espabilemos y empecemos a lavar progresivamente la loza, o sino las puertas y ventanas abiertas dejaran entrar una ventisca y vamos a terminar sepultados por la mugre que se nos ha acumulado y eso solo lo celebrarán las ratas.

Paolo Sosa Villagarcia es politólogo