(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Raúl Zegarra

La organización y regulación de experiencias determinantes en nuestra vida puede hacernos olvidar su sentido. Pensemos, por ejemplo, en el encuentro del verdadero amor o la muerte de un ser querido. El mero pasar del tiempo nos distancia de ellas, a lo que habría que añadir nuestro deseo de reducir su intensidad para evitar que limiten nuestro desenvolvimiento cotidiano, ya sea por exceso de pasión o dolor.

Así, todos nosotros organizamos y regulamos este tipo de experiencias de maneras diversas tratando de integrarlas en un sistema más complejo que podemos llamar nuestra narrativa, nuestra historia personal. Pero ello no implica que este tipo de experiencias hayan perdido su carácter fundacional. Simplemente supone que es natural integrarlas a nuestra historia personal, a veces dosificándolas.

El filósofo Paul Ricoeur describe este tipo de acontecimientos como experiencias o situaciones-límite. Según Ricoeur, se trata de momentos que nos ponen de cara a decisiones fundamentales que nos remecen e invitan a la reevaluación de la vida toda.

Estas experiencias fundacionales son clave para las religiones. De hecho, suelen ser su punto de origen o renovación, sean estas las experiencias de “efervescencia colectiva” que estudió Durkheim o encuentros personales como la revelación del Corán a Mahoma o del ideal de pobreza a Francisco de Asís. Y suelen ser también el punto de partida de experiencias religiosas menos extraordinarias, como las que cualquiera de nosotros podría encontrar en la oración personal o la alabanza comunitaria.

Al igual que los otros tipos de situaciones-límite, las experiencias religiosas requieren organización y regulación. Es sencillamente inevitable: tenemos que interpretar su significado, comunicárselo a otros, y hacer ambas cosas tratando de ofrecer explicaciones que tengan sentido en el contexto de nuestras narrativas personales y comunitarias.

Sin embargo, es importante que esta inevitabilidad no opaque el genuino encuentro inicial. Cuando así sucede, como es común debido al desgaste de la memoria y las dificultades del día a día, es crucial volver a la génesis. Esto es tan válido para la fe como para el amor.

Me gustaría ahora que consideremos la “Semana Santa” desde la perspectiva que acabo de plantear. Creo que esto es necesario porque la historia del cristianismo tiende a interpretar la vida y muerte de Jesús de un modo tal que suele opacar su carácter de situación-límite y, por ende, la fuerza de su significado.

Si prestamos atención a la historia de Jesús narrada por los evangelios, muy pronto emerge un retrato impresionante. Jesús fue ante todo un hombre que predicó sin cesar y con radicalidad el ideal de un mundo en el cual la justicia y el amor debían reinar. Jesús lo llamó el “reino de Dios”.

Pero este no era un “reino” hecho a la medida de este mundo. De hecho, se parecía más a un antirreino. El filósofo John Caputo lo ha llamado una “sagrada anarquía”. Un reino que los pobres recibirán en herencia, no los ricos. Un reino donde los pecadores cumplen la voluntad de Dios, no los piadosos. Un reino, en suma, en el cual Dios opta por aquellos en los márgenes de la sociedad y juzga con severidad a los responsables de su condición (Mt. 25, 31-46).

Por supuesto, esta prédica devino en amenaza para los poderes de turno y las autoridades religiosas no dudaron en la necesidad de asesinar a quien ponía en peligro su posición (Mt. 26, 1-5; Mc., 14, 1-2; Lc. 22, 1-2; Jn. 11, 47-53). Pocos días después, Jesús yacería muerto sobre una cruz.

La historia de Jesús nos confronta con la noción hoy casi delirante de dar la vida por un ideal a todas luces imposible. Impone sobre nosotros la necedad de no claudicar para acomodarnos, asumiendo, en cambio, el precio de la lucha inquebrantable por los derechos de los últimos de la sociedad. El precio para Jesús fue la muerte, pero una muerte cuya capacidad para clamar victoria se ha desvanecido. Una muerte que se ha transformado, más bien, en un ejercicio de coherencia que da vida.

Así la interpretaron sus discípulos, en efecto. ¿Han muerto con el rabí sus promesas de un reino de justicia y de paz? Frente a la tumba vacía, llenas de temor y temblor, las seguidoras de Jesús respondieron con un “no” definitivo. Frente a su propia situación-límite, ellas optaron por decir sí a la vida y a las promesas del reino. Así comenzaría la compleja historia del cristianismo.

Hoy el Perú vive, una vez más, un momento crítico. No haríamos mal en llamarlo una situación-límite. La confianza en la clase política es mínima. Un presidente negligente ha partido, pero un Congreso resistido por la mayoría permanece sin producir confianza y nuestra endeble institucionalidad parece incapaz de enfrentar los desafíos.

En este momento de crisis, quizá no haríamos mal en dejarnos interpelar otra vez por la sobrecogedora radicalidad del mensaje de Jesús. Si hoy se celebra su resurrección, es porque sus discípulos vieron en su amor y sacrificio por lo más vulnerables algo extraordinario. Un acto de fe igualmente extraordinario los llevó a proclamar que un hombre tal no podía haber muerto. Ese hombre y su mensaje tenían que venir de Dios. Ese hombre tenía que ser Dios mismo.

De cara a nuestra propia situación-límite nacional, retomemos las urgentes preguntas sobre el modo en que hemos organizado nuestra sociedad y sobre la forma en que tal organización puede ser transformada para que imperen la justicia y la defensa de los intereses de los más vulnerables. Quizá inspirados por Jesús y por todos aquellos que han dado la vida por la causa de la justicia, busquemos la entereza necesaria para la dura batalla de vivir a la altura de los ideales de esa república hermanada por la solidaridad que aún no somos.