No es exagerado afirmar que todo el país está de duelo con el reciente fallecimiento del doctor José Agustín de la Puente Candamo (1922-2020). Intelectual peruanista, historiador de interpretación serena, eximio maestro universitario y testigo de excepción de nuestro siglo XX. Intachable en su carrera académica y en su vida personal, fue un hombre bueno que derrochó generosidad.
Heredero y con plena adhesión a las líneas fundamentales del pensamiento de José de la Riva-Agüero y Víctor Andrés Belaunde, De la Puente consolidó su propia concepción de la historia patria, delineando una clara visión del país. Investigó, como pocos, la Independencia, con especial afecto hacia el “tiempo precursor”. De nuestra vida republicana le interesó particularmente la guerra con Chile, y estudió con minuciosidad y simpatía la biografía de Miguel Grau, presentándolo no como un héroe inalcanzable, sino como un ciudadano ejemplar, y por eso un modelo de conducta más cercano.
En su diagnóstico sobre el Perú, planteó con plena convicción la existencia real de la nación como una comunidad espiritual que llevó a nuestros abuelos, para utilizar su expresión, a separarse políticamente de España. “¿Cuándo nace el Perú?”, solía preguntarse. “Nace en la vida cotidiana”, respondía siempre. En la vida de todos los días fue naciendo de a pocos, en un período que se ubica después de la conquista y antes de la independencia. Esta interpretación revela una de las propuestas fundamentales de su obra historiográfica, la realidad mestiza del país. Por ello advirtió que la separación no significaba un rechazo a la cultura occidental, ya que “la independencia es contra el dominio del rey de España, no contra la obra de España en América”. En los que planearon e hicieron la independencia no hubo –según De la Puente– un objetivo restaurador o de regreso al pasado, sino, más bien, una apuesta al futuro, un futuro que integra las herencias, una opción por una vida en común, mestiza culturalmente, que incluyera la posibilidad del autogobierno.
En esa línea, estudió con atención preferente los procesos personales que atravesaron los protagonistas, sus cambios internos. Las marchas y contramarchas que padecieron, fenómeno que describió como “fidelidad angustiada”. Su bonhomía lo llevó a ponderar más las rectas intenciones que los egoísmos individuales o intereses mezquinos, que de hecho estuvieron presentes. La suya es una interpretación optimista de la emancipación, y de fe y esperanza sobre nuestro transcurrir republicano y, claro está, también acerca del porvenir.
Maestro cercano, nunca distante, fue magnánimo en el elogio y cauto en la corrección. Formó con sus investigaciones y con su ejemplo, e inspiró un sinnúmero de vocaciones históricas y humanistas en general. Poseedor de sólidas convicciones, que compartía ampliamente en clases, era, sin embargo, un profesor abierto al diálogo y a la opinión discrepante; ricas discusiones que con frecuencia se prolongaban en la charla en el patio o en su oficina de docente o de autoridad, donde recibía a los alumnos con su conocida cordialidad. Con su conducta, nos mostró que la formación en la universidad no puede limitarse al aula de clases.
Nuestra actual Ley Universitaria reivindica la figura del profesor a tiempo completo, al establecer como obligatoriedad para las universidades un determinado porcentaje. Y lo hace porque asocia esta figura con calidad en la formación, en la medida en que un profesor a tiempo completo debería dedicarse a sus alumnos más allá del salón. Y precisamente el espíritu de esa disposición es que los profesores universitarios tengamos por norte el ejemplo que nos lega el doctor De la Puente.