(Foto: Reuters)
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Daniel Parodi Revoredo

La independencia de Cataluña. Tema difícil. En su proceso histórico la monarquía española consolidó su dominio en la mayor parte de la península ibérica, incorporando ducados y condados variopintos, además de todas las regiones que antes controlaban los musulmanes. Para la reunificación de España, fue fundamental la recordada alianza matrimonial entre los reyes Fernando de Aragón e Isabel de Castilla, quienes contrajeron nupcias en 1469.

En el siglo XIX, la ideología nacionalista salpicó a las comunidades lingüísticas más diferenciadas del resto del reino de España, como Cataluña y el País Vasco. También debió marcarlas la prolongada dictadura de Francisco Franco (1939-1975) que prohibió la enseñanza de las lenguas catalana y vasca en las escuelas; lo que tendió a reforzar, como respuesta a la represión oficial, las identidades nacionales de dichas comunidades autonómicas.

Luego, la Constitución o Pacto de la Moncloa de 1978 reconoció nacionalidades distintas a la española, como la vasca, catalana y gallega, pero, al mismo tiempo, utiliza el concepto de nacionalidad como diferente al de nación. Desde este enfoque, España es una nación compuesta por varias nacionalidades, la española para empezar, y luego las que acabamos de mencionar.

Esta discusión fue aclarada por el Tribunal Constitucional español en el 2010, el que subrayó que: "La nación que aquí importa es única y exclusivamente la nación en sentido jurídico-constitucional. Y en ese específico sentido la Constitución no conoce otra que la Nación española, con cuya mención arranca su preámbulo, en la que la Constitución se fundamenta (art. 2 CE) y con la que se cualifica expresamente la soberanía que, ejercida por el pueblo español como su único titular reconocido (art. 1.2), se ha manifestado como voluntad constituyente en los preceptos positivos de la Constitución Española".

Sin embargo, desde una mirada más académica, Cataluña sí es una nación, pues constituye una “comunidad imaginada”, tal y como las definió Benedict Anderson en su célebre libro de 1983. Es decir, una comunidad de destino cuyos miembros comparten una historia, tradiciones y costumbres comunes –en este caso, además, la lengua catalana– y que aspira a concretar su utopía nacional convirtiéndose en un Estado soberano, distinto al español. En otras palabras, Cataluña es una nación sin Estado, como las decenas que cobijó la Unión Soviética, hasta su derrumbe en enero de 1990, y que luego proclamaron su independencia política.

¿Ser una nación que aspira a su independencia política le da a Cataluña el derecho a independizarse de España? Esta es la gran pregunta y pienso abordarla, pragmáticamente, es decir, al margen de consideraciones jurídicas, como de las recientes reacciones de varios líderes mundiales y de mis propias simpatías, ya sean estas españolistas o catalanistas.

En realidad, no me imagino al gobierno español de Mariano Rajoy lanzando misiles contra Cataluña, como lo hizo Rusia contra Chechenia, ni me imagino a los tanques españoles recorriendo las Ramblas o resguardando la Sagrada Familia de Gaudí. Por eso creo que el problema, primero, se resuelve al interior de Cataluña, pues existe dentro de ella un importante sector que, aunque pareciese minoritario, no está de acuerdo con su independencia política.

Más decisiva que la controversia que hoy confronta a los gobiernos de España y Cataluña, es la que divide a los propios catalanes. Mariano Rajoy ha convocado para diciembre a elecciones para elegir a las nuevas autoridades catalanas. En estas deberían participar los secesionistas, recién destituidos. Si el triunfo les sonríe una vez más, España tendrá que decidirse entre usar la violencia para mantener bajo su jurisdicción a una nación consciente de sí, y que no desea estarlo más, o ponderar si lo mejor para todos es dejarla ir, inexorablemente.