(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Héctor López Martínez

En los primeros días de febrero de 1919 no había personaje más famoso y aclamado en el mundo que Woodrow Wilson (1856-1924), presidente demócrata de los Estados Unidos. Hijo de un severo ministro presbiteriano de Virginia, Wilson sentía que en la Conferencia de Paz celebrada en París era una suerte de enviado de Dios para lograr una duradera concordia en la Tierra. Firmemente aislacionista en 1914, al inicio de la Primera Guerra Mundial, Wilson terminó ingresando a la contienda bélica el 6 de abril de 1917, cuando los ataques de los submarinos alemanes contra los buques mercantes estadounidenses alcanzaron una ferocidad inhumana.

El ingreso de Estados Unidos en la guerra fue crucial, sobre todo por su impacto psicológico y propagandístico. Motivó la desesperada –y a la postre estéril– ofensiva alemana de 1918 que buscaba forzar acuerdos de paz antes de la llegada de los ejércitos norteamericanos, en principio un millón de hombres, que afianzaron la victoria aliada. El 8 de enero de dicho año, el presidente Wilson presentó ante el Congreso de su país los llamados Catorce Puntos, un detallado plan destinado a redibujar las fronteras europeas y que, al mismo tiempo, creaba un sistema de seguridad colectiva.

Para esto último era indispensable contar con la Sociedad de las Naciones. Wilson leyó el documento fundacional de ese organismo en la sesión plenaria de la Conferencia de Paz de París, el 14 de febrero de 1919, antes de regresar a su patria. “No obstante –apunta el historiador británico Philip Jenkins– la Sociedad de las Naciones no tendría sentido sin la participación de los Estados Unidos, y Wilson subestimó gravemente la oposición que existía en el interior del país a que este se incorporara en ese conglomerado internacional”. El Senado, finalmente, rechazó el tratado en noviembre de 1919 por 55 votos republicanos contra 39 demócratas.

¿Por qué Wilson se comportó en el Congreso de París como una suerte de predicador inmune a la realidad, a las pasiones y a las presiones que imperaban en ese cónclave y también en el Congreso estadounidense? Las respuestas nos las ofrece el notable médico y político inglés David Owen en su libro “En el poder y en la enfermedad”, que estudia las patologías de jefes de Estado y de Gobierno de los últimos 100 años.

Woodrow Wilson era hipertenso desde joven y a partir de 1889 sufrió numerosos incidentes neurológicos probablemente de origen vascular. En 1919, mientras asistía a la Conferencia de Paz, su juicio se vio afectado y “mostró predisposición a hacer cosas que eran antinaturales en él”. Había desarrollado una mentalidad obsesiva, intransigente y llena de prejuicios. Obviamente, era la persona menos calificada para negociar en una circunstancia tan importante. Se le describió como “cada vez más egocéntrico, receloso y reservado”. El primer ministro francés, Georges Clemenceau, médico de profesión, dijo que padecía enajenación mental, una “neurosis religiosa”.

A fines de setiembre de 1919 Wilson sufrió un ictus que le afectó el hemisferio cerebral derecho. Su médico, el almirante Cary Grayson, y su esposa Edith “secuestraron” al enfermo y, con la ayuda de los servicios secretos, ocultaron su grave dolencia con el argumento de que solo tenía “agotamiento nervioso”. La verdad era que Wilson ni siquiera podía leer y pasó muchas semanas acostado en una habitación a oscuras sin ocuparse de ninguna tarea de gobierno. El secretario de Estado, Robert Lansing, pidió a Grayson que informara sobre la dolencia del presidente y este mintió una y otra vez. Recién en abril de 1920, siete meses después de su accidente cerebral, Wilson pudo presidir el gabinete ministerial.

La enfermedad de Wilson tuvo graves consecuencias. Si hubiera renunciado, tal vez el vicepresidente Thomas Marshall habría conseguido que el Congreso ratificara el tratado que establecía la Liga de las Naciones, logrando un acuerdo entre el senador Henry Cabot Lodge, que estaba en contra, y el senador Gilbert M. Hitchcock, que estaba a favor. De haberse hecho así –remarca David Owen– la Liga, con Estados Unidos como su miembro más importante, habría sido una organización mucho más efectiva y tal vez hubiera contribuido a evitar la Segunda Guerra Mundial.