Patricia del Río

En Palacio de Gobierno se esconde un que ya tiró la banda presidencial. Desde hace unas semanas no se toma el trabajo de intentar gobernar, ni siquiera hace la finta, en su lugar dedica todo su tiempo a tratar de salvarse de la cárcel y de proteger a su familia. Acorralado por la cantidad de evidencias y hechos, que ya no pueden ser considerados simples especulaciones, está incurriendo en un comportamiento inaceptable e ilegal: usa el poder y los recursos que su investidura de presidente le ofrecen para entorpecer las labores de los entes fiscalizadores, con el cuento de que todo se trata de un acoso político.

Y ese hecho es inédito. Presidentes corruptos los hemos tenido en todas las épocas y de todas las tendencias políticas; mentirosos, ni se diga; algunos han sido más prepotentes que otros y todos han gritado a su manera “soy inocente”. Pero creo que jamás habíamos sido testigos de tanta sinvergüencería, porque lo que este gobierno (y su respectivo Congreso) están inaugurando es un desparpajo para hacer mal uso de los recursos del Estado sin ponerse colorados. Los ministros pasan más tiempo argumentando en favor del mandatario que ocupándose de sus carteras. Alejandro Salas, el titular de Trabajo, se toma cada vez más en serio su encargo de ayayero y ha sugerido elevar a la categoría de mártir de la democracia a la ‘cuñadija’ Yennifer Paredes. A Beder Camacho, subsecretario del despacho presidencial, se le paga un sueldo para que “se le pierdan” las imágenes de las cámaras de seguridad de Palacio. El presidente usa los viajes a las distintas regiones del país para organizar tremendas cruzadas para sostener su imagen de víctima y argumentar su inocencia. El premier Aníbal Torres se despacha como quiere contra la fiscal de la Nación desde su cómodo sillón de primer ministro y los abogados de Castillo amedrentan a periodistas y piden sanciones contra el coronel Harvey Colchado, encargado de las pesquisas que intentan desentrañar la red criminal que según la fiscalía es dirigida por el mandatario.

Mientras tanto, el ministro del Interior, con resoluciones firmadas por el presidente, remueve a altas autoridades de la Policía Nacional en momentos en que se necesita que esta institución tenga absoluta independencia.

No hay que ser un genio para encontrar un patrón en estas decisiones: conforme aparecen las pruebas, cada vez más rochosas, al Ejecutivo se le empieza a notar la desesperación y ya no tiene pudor en echar mano de los recursos públicos de los que dispone para burlar la ley. Si echamos pluma y sumamos el sueldo de todos los involucrados en esta tarea, más el costo que implica que no hagan el trabajo para el que fueron contratados, más los recursos que se destinan a esta empresa, la defensa de Pedro Castillo y familia les está costando carísimo a los peruanos.

Y lo están pagando mucho más caro aquellos a quienes Castillo dice representar. El pueblo, que es mucho más honesto y trabajador que quienes ocupan el poder, no solo es víctima de que obras urgentes dejen de hacerse por culpa de licitaciones apañadas, sino que tiene que soportar que se robe en su nombre, que se le use de escudo humano, como se hace cobardemente en las guerras.

Dice Pedro Castillo que no hay pruebas que lo liguen a los actos de corrupción por los que se le investiga. Lo que el presidente y su audaz equipo de defensa no están tomando en cuenta es que su fervorosa actividad por borrarlas, o por lo menos por impedir que la justicia avance, ya son bastante evidencia de que algo se pudre en la Casa de Pizarro.

Patricia del Río es periodista