(Foto: AFP)
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Raúl Zegarra

“Amicus Plato, sed magis amica veritas” es una de las frases más conocidas del mundo medieval latino. La frase se atribuye a Aristóteles, pero al haberse perdido sus textos y recuperado después de varios siglos (pasando del griego al árabe y luego al latín), es difícil saberlo con certeza. Una versión similar, sin embargo, puede encontrarse en su “Ética nicomáquea” (1096a11-15). Modificando levemente el latín, la frase afirma “Soy amigo de Platón, pero soy más amigo de la verdad”.

Hace pocos días, Pedro Salinas escribió una columna sobre la visita del que, quisiera sugerir, merece el rigor crítico que Aristóteles nos propone. Como el filósofo, no obstante, conviene declarar primero mi estima.

Salinas le ha hecho mucho bien a la comunidad católica y al país, en general. “Mitad monjes, mitad soldados” ha develado los terribles abusos de varios miembros del y los problemas sistémicos de dicha organización. El vigor de su crítica es necesario y sin voces radicales como la suya la pasividad de la institucionalidad católica podría más fácilmente hacer espíritu de cuerpo.

En su columna, Salinas pone este tema sobre la mesa y arremete contra Francisco por no haber hecho nada sobre el asunto. Salinas va más allá y lo acusa de aliado de reaccionarios, de encubridor de abusadores sexuales, de no haber logrado ningún triunfo frente a la corrupción institucional, de pasividad frente a prácticas misóginas y homofóbicas, etc. En suma, Salinas agitadamente le atribuye al Papa no haber traído ninguna mejora a la Iglesia Católica. Su papado no sería más que un puñado de gestos demagógicos.

Honrar la verdad me obliga a añadir matices a esta vorágine de críticas. No cabe duda de que la reacción del Vaticano frente al caso del Sodalicio es lamentable. Lo mismo aplica para los otros casos que Salinas menciona (México y Chile). Comparto su indignación y a ella me sumo. Pero acusar al Papa de encubridor es un exceso: ello implicaría intencionalidad e incluso delito. El caso del Sodalicio tiene muchos flancos (sobre todo legales) que dificultan algunas reacciones que muchos esperaríamos. No obstante, es verdad que el Papa ha podido hacer mucho más donde los procedimientos judiciales no lo atan y el Papa ha fallado.

Pero en casi todo lo demás, la justa indignación de Salinas nubla su análisis. Hay que recordar que toda institución religiosa se guía por, al menos, dos estándares. Por un lado, aquellos que la institución misma define; por el otro, aquellos propios de la comunidad política de la que es parte. La negociación entre ambos es compleja y el debate no se encuentra cerrado en absoluto.

Lo que para Salinas resulta obvio, no lo es para la mayoría de personas de fe. Donde él ve homofobia y misoginia institucionalizada, por ejemplo, muchos simplemente ven la palabra de Dios. Quien escribe y muchos otros nos oponemos drásticamente a esta perspectiva y hemos denunciado la homofobia y misoginia que Salinas condena en numerosas ocasiones. La tarea es ardua, sin embargo. La lucha es permanente.

Quizá Salinas prefiriese la completa disolución del catolicismo o solo mantener con vida a sus facciones progresistas. Pero cualquiera de las dos opciones resulta una quimera. De ahí que la reforma de instituciones tan grandes y antiguas como la Iglesia Católica requiera lo que los académicos llaman crítica inmanente: usar los propios recursos de la tradición en cuestión para transformarla. De tal modo, el cambio, aunque lento, es posible y más sostenido.

Más aun, tal cambio es reconocido por los miembros de la comunidad católica no como una imposición externa, sino como el resultado de su propio discernimiento. El Concilio Vaticano II y la Conferencia de Medellín son ejemplos claros de lo que digo. El ‘aggiornamento’ es posible y la evidencia de ello es contundente.

Es en esa trayectoria en la que se inscribe Francisco, quien ha empezado importantes reformas en varios frentes: manejo económico, rol de las mujeres, actitud en relación con las parejas del mismo sexo, situación de las parejas divorciadas, flexibilización de la organización jerárquica de la Iglesia, nombramiento de obispos, etc. Los cambios no van a la velocidad que yo quisiera y no son todos perfectos. ¿Pero cuáles son las opciones?

Si se concede que un signo de progreso es precisamente la ausencia de autoritarismo, el Papa no puede imponer sobre una Iglesia compleja y diversa una visión que ella misma no ha discernido en conjunto. En ese sentido, quizá la mayor contribución de Francisco sea la de empujar con vigor ese discernimiento haciendo a la comunidad toda y no solo a los obispos parte del mismo. Y es aquí, amicus Petrus, donde radica nuestra principal diferencia. Pues es legítimo creer que ningún cambio es posible, mas lo es también tener esperanza en el porvenir.