Las batallas que perdiste, por Santiago Roncagliolo
Las batallas que perdiste, por Santiago Roncagliolo
Santiago Roncagliolo

Yo jugaba pésimo al fútbol. En el colegio, eso me colocaba en la categoría “nerd integral”. Siempre que los capitanes escogían sus equipos, jugador por jugador, yo me quedaba hasta el final esperando que alguno me llamase. Y cuando solo quedábamos tres o cuatro, los últimos despojos de la popularidad escolar, los capitanes comenzaban a negociar: “llévate a Roncagliolo y Robles pero me quedo con Medina”. O lo más humillante: me nombraban árbitro.  

Hace dos años, mi hijo, que estaba a punto de cumplir siete, me contó que le gritaban e insultaban cuando jugaba fútbol. Yo temí lo peor. Pensé que él seguiría la tradición familiar de niños raros con dificultades para adaptarse. Preví una infancia de martirio y una adolescencia conflictiva. Pero el chico hizo lo que a mí nunca se me había ocurrido: esperó que los otros fallasen en sus jugadas y les gritó también. En cinco minutos, estaba mejor integrado de lo que yo estuve nunca.

Su siguiente paso fue apuntarse en la actividad extraescolar de fútbol. No tuve corazón para negárselo. Evidentemente, los primeros partidos confirmaron mis temores: fiel a sus orígenes, el pobre era un jugador penoso. Los delanteros contrarios le pasaban por encima sin mirarlo siquiera. Si por algún azar, la pelota caía entre sus pies, la perdía sin remedio. No funcionaba ni en el último refugio de los malos: la portería. Algunos padres insoportables les gritan a sus hijos desde la grada qué deben hacer, o se enfadan con el entrenador. Yo guardaba silencio, tratando de que el mío pasase desapercibido, esperando que el técnico tuviese la amabilidad de cambiarlo, por nuestro bien.
Y sin embargo, incluso mientras calentaba banquillo, el niño se veía más feliz que en ninguna otra parte. 

Este año, su equipo participa en un torneo de colegios. El sábado los vi jugar. Esta vez quedé impactado con los progresos del chico. No es un regateador, ni corre demasiado rápido. Pero es grande y piensa. Conociendo sus limitaciones, se ha convertido en un defensa que da mucha seguridad al equipo. Cuando se le viene un contragolpe peligroso, no pierde el tiempo con filigranas: echa la pelota del campo para que sus compañeros tengan tiempo de volver. Da buenos pases arriba, creando muchas jugadas de gol. Y lo único aprovechable de su terrible herencia genética: es zurdo. Los zurdos juegan más. 

Sin embargo, mucho más importante que su progreso futbolero es el social. Desde que empezó a jugar, vienen más amigos a la casa, y él se ha vuelto capaz de llegar a un parque y hacer amigos. La pelota es un antídoto contra la timidez.

De paso, su obsesión me ha obligado a mí a aprender de fútbol, gracias a lo cual también he estrechado relaciones personales. Porque los hombres en general somos demasiado torpes para la conversación íntima. Mis amigas, cuando se divorcian, me cuentan cada minuto de su matrimonio. Verbalizan sus emociones. Recuerdan los momentos buenos y malos. Se expresan. En cambio, mis amigos, cuando se divorcian, vienen a mi casa y ponen un partido. Hablamos de jugadas, criticamos entrenadores, culpamos al árbitro. Y llamamos a eso “amistad”.

En el universo masculino, el fútbol es más que un deporte: es la red social que te acerca a los demás, lo que te conecta y te da un lugar en el mundo. Y en mi caso, es una gran lección que me da un niño de nueve años. Porque al final, lo quieras o no, tus hijos ganan las batallas que tú perdiste, y así te enseñan a ganarlas a ti.