(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Ignazio De Ferrari

En las últimas semanas el debate sobre el retorno a la bicameralidad ha vuelto a estar en el centro de la conversación. Tanto en el Congreso como en la calle, parece haber cada vez una corriente de opinión más fuerte en favor de la restitución del Senado. Según el último sondeo de Ipsos para este Diario, el porcentaje de encuestados que apoyan la bicameralidad es muy similar al de quienes la rechazan. Es inevitable preguntarse si regresar a las dos cámaras mejoraría sustancialmente la calidad de las leyes.

Empecemos por algunas cifras. Según data de la Inter-Parliamentary Union, de los 193 parlamentos alrededor del mundo, 79 son bicamerales –40,9%– y los restantes 114 tienen una sola cámara –59,1%–. En los últimos 70 años ha habido una tendencia hacia el unicameralismo a medida que países occidentales pequeños como Nueva Zelanda, Dinamarca, Suecia e Islandia y otros estados poscoloniales y poscomunistas han optado por una sola cámara. No es casualidad que sean países pequeños o unitarios –como el Perú– los que hayan escogido esta opción: el bicameralismo tiene más sentido en grandes países –en geografía y población– que, por lo general, son federales. La Cámara Alta sirve para dar representación a los diferentes estados de la federación, mientras la Cámara Baja da voz a todos los ciudadanos por igual.

Al margen del federalismo, existe un segundo argumento para defender la bicameralidad, que es el que se utiliza en nuestro país. En esta visión, el Senado sirve para mejorar la calidad de las leyes, pues revisa decisiones que puedan haber sido tomadas de manera apresurada por los diputados. El ejemplo clásico que citan los defensores locales de la bicameralidad es la estatización de la banca durante la primera presidencia de Alan García. Se alega que gracias al Senado se pudieron diluir los aspectos más nocivos de esta ley. De manera más general, para que la Cámara Alta pueda tener realmente un carácter revisor, es fundamental que su composición sea diferente a la de los diputados. Si la correlación de fuerzas es la misma, difícilmente se podrá ejercer esa labor.

Detrás del argumento de la calidad de las leyes hay una cierta añoranza por los viejos ‘notables’, esos líderes políticos que conformaban la élite de sus partidos, y que se erigirían como una muralla ante cualquier arrebato o afán populista de los diputados. Sin embargo, en el Perú pospartidos, una pregunta obligada es si esa mirada del Senado como cámara de notables es realmente viable. A diferencia de la década de 1980 –cuando partidos como el Apra, la izquierda, el PPC o Acción Popular dominaban el escenario político–, el ocaso de los partidos ha cambiado la naturaleza del reclutamiento político. Mientras hace 30 años existía aún una élite de políticos de carrera con una larga trayectoria, en la actualidad esa casta está prácticamente extinguida.

Más preocupante aún: si algo nos recuerda los últimos 20 años de política congresal es que las endebles organizaciones políticas no parecen reclutar de entre lo mejor, sino de entre lo peor de la sociedad. Y en realidad se produce un círculo vicioso. A medida que el debate legislativo se sigue deteriorando, los incentivos para que los ciudadanos más aptos se interesen por la política partidaria son cada vez más débiles. En ese contexto, ¿no es demasiado simplista pensar que solo por el hecho de restituir el Senado va a mejorar la calidad de quienes se inscriben en política? Y si quienes terminan participando son los mismos de siempre, ¿es posible esperar que la calidad de las leyes mejore de manera sustantiva?

Si lo que queremos es realmente mejorar la calidad de nuestra clase dirigente y, por consiguiente, la calidad de las leyes, antes que distraernos en restaurar el Senado deberíamos enfocarnos en mejorar la oferta de dirigentes políticos. Para eso es fundamental utilizar la legislación con el fin de limitar el ingreso de dineros turbios a la política. En el fondo, sobre eso todos estamos de acuerdo, con excepción, al parecer, de las principales fuerzas en el Congreso. Y como los partidos difícilmente se autorregularán, es fundamental que el gobierno de Martín Vizcarra se muestre dispuesto a invertir capital político en este esfuerzo. De lo contrario terminará siendo cómplice de la política tradicional.