¿Busca sicario? Haga click aquí, por Raúl Castro
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Redacción EC

La escena ya es familiar. Púberes bestializados llegan en motos lineales, de forma aparatosa, y descargan sus armas sobre víctimas previamente señaladas como “objetivos”. Huyen advirtiendo represalias en caso se le ocurra a alguien delatarlos.

Lo visto el sábado a medianoche en el Cercado de Lima, en los intransitables alrededores de la Plaza Unión, se inscribe perfectamente en este modus operandi. Sus acciones forman parte de lo que los especialistas llaman “gramáticas del caos” urbanas, es decir, lenguajes de crimen organizado que la prensa, las novelas y las películas han dado a conocer con triste poética.

Lo sucedido el sábado, sin embargo, no es para hacer cantares. Dos niños de 11 y 12 años baleados por sicarios profesionales, a todas luces por ajuste de cuentas entre pandillas, de ningún modo pueden dejarnos como espectadores.

Por el contrario, es una nueva evidencia de que estas agencias del delito están absolutamente empoderadas en la ciudad y que brindan sus “servicios” con escandalosa anuencia de las autoridades, las que no saben, o no quieren, intervenir frente a sus flagrantes operaciones.

La zona señalada del Cercado es, desde años atrás, tierra liberada que vecinos y transeúntes evitan. Los que viajan en transporte público cuentan cómo los vehículos deben pagar cupos para circular por sus pistas. La venta de drogas y el “cogoteo” reinan, y el espacio para que los niños inicien ahí carreras delictuosas es es particularmente propicio.

Esta área muestra en pequeña escala barrial lo que el historiador John Dickie estableció para Sicilia, cuna de la mafia. En su clásico estudio “Cosa Nostra” (2004), señalaba que la necesidad de dominio territorial y protección de negocios altamente rentables en Palermo, a fines del siglo XIX, configuraron el contexto para la aparición de estos métodos de control basados en la extorsión, y en la eliminación sistemática y selectiva de sus oponentes.

Pero lo de Lima del siglo XXI, como lo que pasa en Chimbote, Trujillo, Chiclayo y otras ciudades medianas del Perú, coincide con lo que el politólogo Bruce Bagley, de la Universidad de Miami, llama “Estados fallidos”. Es decir, sociedades en anarquía en las que las organizaciones criminales compiten con el Estado en el ejercicio admitido de la violencia. Y en las que éste último falla por su nula presencia o, peor, con su colusión con el crimen mismo.

En las ciudades peruanas los micro cárteles vienen ganándole la partida no solo al Estado, sino también a las municipalidades y gobiernos locales.

Cuando en las redes sociales se encuentra servicios “freelance” de sicariato para solucionar disputas amorosas o conflictos personales, o cuando las proezas de estos ejecutores se exhiben en pantalla como garantía de eficiencia letal, entonces hemos pasado ya a otro nivel.

Un nivel en el que, por 300 soles, se puede encargar la eliminación de alguien y empujar la carrera de un pronto operario de la muerte que con cada click se hará más “profesional”.

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