Clásico del Pacífico, por Carlos Meléndez
Clásico del Pacífico, por Carlos Meléndez
Carlos Meléndez

Chile ha sido históricamente nuestro referente en políticas económicas y de desarrollo. Debe ser el país sudamericano del cual estamos más pendientes. Por esas ironías del destino, en la misma semana en que el gobierno de Humala derogaba el impopular nuevo –conocido como ‘ley pulpín’–, el gobierno de celebraba la aprobación de la reforma educacional. Esta significativa transformación del sistema educativo chileno constituye la tercera gran reforma política del actual gobierno sureño, luego de la reforma tributaria y de la reforma política del sistema electoral “binominal”. Se  repite así un “clásico del Pacífico”: Chile avanza en sus cambios –concordemos o no con la concepción ideológica de ellos– mientras el Perú se cruza de brazos y se resigna a administrar la mediocridad.

¿Por qué la administración de Bachelet logra estas transformaciones, pese a enfrentarse a una oposición recalcitrante, un movimiento social díscolo y gran parte de la prensa en su contra? ¿Por qué la gestión de recula una regulación bienintencionada que contaba inicialmente con el apoyo de la oposición, de un gran sector de la prensa –incluyendo la más crítica del régimen– y solo se enfrentaba a un público juvenil desorganizado? 

No es que Chile sea una sociedad mucho más amable de gobernar. De hecho, las reformas políticas han acentuado la polarización, tanto que la derecha llama a la presidenta “populista” sin reparo alguno. Mientras la desafección social es agudamente antipartidaria –al punto que algunos optan por el anarquismo y cometen actos terroristas a plena luz del día en Santiago, como el perpetrado a la delegación policial en la calle Condell en noviembre pasado–, la recesión golpea el optimismo de la clase empresarial. Todo ello se traduce en una aprobación presidencial que cae aceleradamente. Nunca la presidenta fue tan impopular (38% a menos de un año de su segundo mandato).

El sistema partidario chileno tampoco había sido tan frágil como ahora, pero, en medio de su crisis, la clase política chilena es aún funcional. A pesar de la fragmentación política y los escándalos –como el caso Penta, que ha revelado irregularidades en las donaciones privadas a la UDI–, los partidos logran articular posiciones programáticas, pactar coaliciones, promover vínculos con organizaciones intermedias de la sociedad y, en general, tienen una vocación proactiva. Más de una decena de think-tanks políticos alimentan las propuestas legislativas, lo que evita cualquier improvisación. 

El Perú afronta similar crisis de desconfianza ciudadana, pero nuestra clase política –oficialista y opositora– ha perdido el rumbo de los cánones de las prácticas democráticas, producto de su falta de profesionalismo. Tras dos décadas de colapso partidario, se han tergiversado el ethos del político peruano, su práctica cotidiana y su visión de largo plazo. La preparación de las propuestas programáticas depende del alquiler del tecnócrata de turno, el debate político se ha personalizado en su versión más agresiva y se prescinde de todo diálogo con una sociedad que se considera pasiva. Así, las políticas públicas son resultado del azar, de alguna iniciativa personal y hasta de un descuido; cualquier origen menos que el de un pacto político.