Alonso Cueto

“Estamos condenados”, me dice alguien con quien he empezado una conversación. “El Gobierno no se va a ir, el tampoco y las cosas van a seguir como están, solo que peor”. La frase va a quedarse conmigo, pues de inmediato pienso en todas las veces que hemos visto nuestra realidad con resignación y apatía. La idea de que estamos condenados responde a una antigua tradición. En su gran capítulo de los “Comentarios Reales” sobre la ejecución de Túpac Amaru, ocurrida en 1572, el Inca Garcilaso se refiere al hecho como “lo más lastimero de todo lo que en nuestra tierra ha pasado y hemos escrito, porque en todo sea tragedia…”. Esta visión fatalista sobre la muerte del último inca (“en todo sea tragedia”) parece una marca del modo como los peruanos y los latinoamericanos hemos visto nuestra historia. Es la misma que aparece en el final de la famosa novela de García Márquez, cuando el narrador nos anuncia que “las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra”.

Resignación, apatía, desinterés. El desengaño en la política de estos últimos años nos ha hecho refugiarnos en una especie de indiferencia, algo que explica la poca respuesta callejera ante los atropellos, contubernios y evidentes actos de corrupción. El a todas luces busca una venganza contra policías y oficiales probos que han hecho su trabajo. El Congreso se ha sumado al desfile de los desengaños y su obra más reciente ha sido obedecer las órdenes del premier y censurar a la presidenta del Congreso, en lo que José Carlos Requena ha llamado con un oxímoron acertado como “la oposición oficialista”.

Y, sin embargo, aún quedan algunos que siguen luchando. Periodistas, algunos congresistas, gremios profesionales, apuestan por proyectos políticos que pueden tener un futuro. Se sabe de partidos políticos que se están formando con algunos líderes prometedores. Hay una generación de personas de entre 30 y 40 años comprometidos y honestos, que buscan entrar en la arena política. Propuestas como la de Edward Málaga para la vacancia y la de Fernando Tuesta para la reforma política tienen consistencia. Y la estrategia del Gobierno de hacer promesas tiene un límite.

Hace algunos meses el presidente hizo una reunión de niños con cáncer. En el patio de Palacio apareció sosteniendo un gigantesco cheque por más de S/4 mil millones para financiar un plan de cuidados en su favor. Hoy, según recuerda María Lumbre Figueroa, presidenta de la Asociación de los Derechos de los Niños con Cáncer, esa promesa no se ha cumplido. Y parece que no se cumplirá. Lo mismo ocurrirá con los otros grupos que ha citado en Palacio. Las promesas encienden los ánimos, pero se diluyen rápidamente. No hay peor venganza que la de los engañados y desengañados.

A pesar de todos los problemas políticos, la gente que puede sigue haciendo lo suyo. El sistema económico se ha mantenido. El presidente, a pesar de sus amenazas y de su propio endiosamiento personal, no es un dictador y la democracia se ha conservado por ahora.

En una visita reciente a la gran ciudad del Cusco, que dicho sea de paso luce llena de turistas, converso con alguna gente de la calle. “Nos arrepentimos de haber votado por él”, “ha sido una gran decepción”, “pucha, en mala hora que voté por él”, son las frases que escucho más frecuentes. En una visita al Valle Sagrado, sigo el curso del río y recuerdo la novela de Arguedas, según la cual el tiempo sigue su búsqueda en lo más profundo de la tierra. Vendrán otros tiempos, seguro.

Alonso Cueto es escritor