La corrupción cotidiana, por Javier Díaz-Albertini
La corrupción cotidiana, por Javier Díaz-Albertini
Javier Díaz-Albertini

Poco después del fin del régimen fujimorista, muchos analistas señalaron que el debilitamiento ético de la sociedad peruana había sido la causa –y no la consecuencia– de la enorme corrupción que se vivió en esa época. En estos días de graves denuncias que involucran a altas autoridades y funcionarios, es importante recordar que la extendida corrupción cotidiana genera el caldo de cultivo propicio para sinvergüencerías mayores. 

Actualmente, al hablar de la corrupción, tiende a limitarse a lo que ocurre al interior –o en relación– al gobierno. Por ejemplo, para el Banco Mundial es: “[…] el abuso de la función pública en beneficio privado”. Pero esto es una visión peligrosamente limitada porque individualiza la falta y al culpable, pero no ataca el entorno social que lo alienta. 

Conviene más bien volver a los orígenes de la palabra ‘corromper’: “echar a perder, depravar, dañar o pudrir algo” o “pervertir a alguien”. Bajo esta mirada, la corrupción consiste en viciar cualquier proceso social al dañarlo normativa y moralmente. A su vez, son actos que adquieren cotidianidad cuando son frecuentes y están normalizados (“total, si todos lo hacen”). 

¿Tenemos algo que nos hace inherentemente corruptos? Es claro que no. La corrupción cotidiana surge cuando relativizamos y personalizamos las normas. Es algo que se nota con claridad en las nueve encuestas nacionales de corrupción realizadas por Proética. En una sección del cuestionario se plantean situaciones reñidas con la ley o la moral –como dar coimas, no pagar impuestos, robar servicios públicos, sustraer dinero de un escritorio, entre otros– y se les pregunta a los encuestados hasta qué punto estarían de acuerdo o en desacuerdo con estos actos. Lo sorprendente es que un 65% en promedio dice estar “ni de acuerdo, ni en desacuerdo”. Proética señala, entonces, que existe una “tolerancia media” hacia la corrupción. El cumplimiento de la norma depende del momento, los intereses individuales y la conveniencia personal. 

Entonces, ¿el problema es nuestra cultura que nos hace corruptos? Bueno, sin duda tendemos a admirar al que logra las cosas al margen de las normas (criollo) y menospreciar al ‘quedado’ (es decir, al que cumple). Pero esto ocurre en muchas otras culturas que tienen niveles muy bajos de corrupción. La cultura es todo lo que aprendemos (bueno y malo, moral e inmoral, correcto e incorrecto). No es una serie fija de indicaciones que seguimos cual autómatas. Es más bien una caja de herramientas que nos permite adaptarnos –reflexivamente– a diversas situaciones. Y ahí justo está el asunto: las situaciones.

Tenemos una respuesta estándar cuando conocemos de una sinvergüencería: “Así somos los peruanos”. ¿Por qué no decimos lo mismo cuando somos cumplidos y honestos? Jamás me han ofrecido o insinuado un soborno para modificar una calificación en mis tres décadas como catedrático. Respetamos los turnos en los bancos, el reglamento de tránsito en ciudades estadounidenses, el cruce peatonal en el club privado o condominio, la autoridad en la comunidad campesina… ¿Qué tienen de especial estas situaciones que frenan la corrupción cotidiana y la relativización de la norma?

En primer lugar, las normas son legítimas (la gente cree en ellas). Por ejemplo, quiero que mi universidad sea exigente e íntegra porque así mi título profesional tendrá más prestigio. En segundo lugar, porque funcionan las instituciones encargadas de velar por el cumplimiento. No es recomendable intentar coimear a la Policía de Tránsito en muchos países. Y, en tercer lugar, porque consideramos a los otros como iguales: vecinos, socios, ciudadanos. Queremos para los demás lo que queremos para nosotros mismos. La gran esperanza para nuestro país es justo extender estos islotes de comportamiento ético y ciudadano al conjunto de situaciones que vivimos en nuestra cotidianidad.