Las cosas que perdimos en el río, por Renato Cisneros
Las cosas que perdimos en el río, por Renato Cisneros
Redacción EC

En su cuento “Bajo el agua negra” (del libro Las Cosas Que Perdimos En El Fuego) la escritora argentina Mariana Enríquez narra las desgracias de los habitantes de una villa que crece al lado de un río podrido, negro de tanta mugre, que lleva años siendo basurero y cementerio general. La gente que malvive en ese territorio ganado a la naturaleza no puede salvarse, está condenada al trato cotidiano con el hambre y la muerte. El río, por su parte, además de oscuro paisaje geográfico es fuente de los recuerdos tormentosos que en su discurrir van y vuelven, alimentando las pesadillas de hombres, mujeres y niños.

Leer ese cuento en estos días es una invitación a sentarse un momento y pensar en el río Rímac, entendiéndolo no como apéndice natural de pronto convertido en agresiva marea de piedras y lodo, sino fundamentalmente como símbolo. O sea, no como lo muestra la televisión, sino como lo revela la historia.

Al haber sido un río tan reverenciado por los antiguos pobladores del país (que lo consultaban como oráculo); al estar tan asociado a la génesis de la capital (Lima, dice una teoría, es una degeneración de la voz “Rímac”); al saberlo tan cargado de mitos, secretos y leyendas, el río forma parte de lo que solemos llamar nuestra identidad. En un sentido no solo literal, nos atraviesa. Es nuestro Hudson, nuestro Misisipi, nuestro Paraná, no por tamaño evidentemente (el Rímac tiene apenas 160 kilómetros de longitud), sino por lo que social y culturalmente representa. Durante siglos su nivel y velocidad han marcado el ritmo de vida de ese desierto con salida al mar que es Lima. Durante siglos sus riberas han sido refugio de marginados; sus aguas, alimento de los más pobres; sus bordes, frontera de clases. En mérito de todo eso, su furia de estos días –a sabiendas de que ha sido desatada por lluvias torrenciales– podría leerse también como una justa metáfora de algo. Falta descubrir de qué.

No me refiero, desde luego, a las delirantes asociaciones bíblicas del regidor arequipeño Ricardo Medina, quien en entrevista reciente concluyó que la andanada de catástrofes que vive el Perú no es otra cosa que un “castigo divino” por haber aprobado “la ideología de género” (sic). En un ciudadano cualquiera esa declaración sería miedo e ignorancia; en boca de un regidor es terrorismo religioso. O, si prefieren, huaico mental.

Más bien quisiera pensar que el desborde del Río Hablador funciona como alegoría del caos que los habitantes de Lima hemos sembrado en la ciudad durante los últimos 20 años. Todos hemos contribuido al desastre manejándonos por la ciudad con un egoísmo insultante. Cínicos, racistas, frívolos, salvajes, indolentes, hemos vivido un par de décadas asumiendo que el confort es un derecho y la inclusión un capricho. Y en el colmo de la ceguera, hemos creído que la prosperidad de utilería –tan bien envasada y exportada por cada gobierno– duraría para siempre. Vistas así las cosas, la falta de prevención no es el tema de fondo. El puente desplomado tampoco. Las alertas hidrológicas del Senamhi, menos. Nosotros somos el tema de fondo. Nuestra precariedad, quiero decir.

Desde luego que el corrupto, el rastrero y el criminal tienen mayor responsabilidad en esto de hacer de la sociedad una carnicería, pero todos tenemos nuestra propia cuota de basura arrojada al río. Todos somos, en cierta medida, ese río salvaje que corcovea, que tumba, somete y devuelve con violencia las porquerías que por años le hemos obligado a tragar. Javier Heraud –que por algo era limeño– lo definió en su momento: “Yo soy el río./ Pero a veces soy bravo y fuerte/ pero a veces no respeto/ ni a la vida ni a la muerte”. Mirémonos, por una vez, en el espejo de esas palabras.

Esta columna fue publicada el 25 de marzo del 2017 en la revista Somos.