Criadero, por Renato Cisneros
Criadero, por Renato Cisneros
Renato Cisneros

A medida que te acercas a la edad que tenían tus padres cuando te engendraron, es decir, a medida que envejeces y te conviertes en su réplica, dejas de exigirles esa perfección, esa rectitud y coherencia moral que tanto les demandabas en la infancia y la adolescencia. Creces y entiendes que ser padre, antes que en educar o moldear, consiste en fallar.

Por muy buenos propósitos formativos que tengan los padres, por muy elevadas y altruistas que sean sus aspiraciones para el futuro de su familia, tarde o temprano llega un momento en que su utopía colisiona con la realidad, la época, la modernidad, la necesidad de los hijos de arreglárselas por su cuenta. Es irremediable.

Pienso en The Wolfpack, el documental de la californiana Crystal Moselle, premiado en el Festival Sundance 2015, que cuenta la alucinante historia de los siete hijos que el peruano Óscar Angulo tuvo con su esposa estadounidense, a los que confinó durante 14 años en su departamento de Nueva York, aislándolos del mundo para protegerlos, para que no se ‘intoxiquen’ con el ‘ruido capitalista de allá afuera’. Evidentemente llegó el día en que los chicos, ganados por la urgencia de aire exterior, no pudieron seguir obedeciendo el mandato paterno y descubrieron la calle y con ella la libertad, el riesgo, el vértigo, la vida.

Algo similar se aprecia en Capitán Fantástico, la película en la que Viggo Mortesen hace de un padre enemigo del sistema económico que durante una década mantiene a sus seis hijos en estado de no contactados. Los educa con libros clásicos, los entrena físicamente en el monte, hace de ellos unos hombres y mujeres leales, con principios cívicos, con códigos de honor, muchachos llenos de pureza y dignidad. Lejos de la civilización, los chicos son una tribu excéntrica, salvaje, que se mueve a sus anchas por los bosques remotos del noroeste del Pacífico. Parecen felices maniobrando cuchillos, cazando venados y celebrando el nacimiento de Noam Chomsky en vez de Navidad, pero cuando les toca enfrentarse a la gran ciudad, cuando una emergencia hace tambalear el esquema paterno y desenmascara aquella educación idealista y a la vez castrante, se dan cuenta de que no saben nada del mundo real, que todo su adoctrinamiento humanista no les sirve al momento de relacionarse con otros iguales a ellos.

Hace unos días conocí en Arequipa a una señora francesa, madre de una amiga que lleva ya un tiempo viviendo en Perú. La mujer estaba de paso. Tenía un aspecto dulce, calmado. Le pregunté si allá en París extrañaba mucho a su hija, considerando que es la única. “No”, respondió sin titubear, “los hijos no son de uno, tienen la obligación de ser felices donde sea”. Me asombró su nivel de desapego y durante unos minutos me quedé pensando si acaso la suya no sería una manera muy europea y poco umbilical de tratar las relaciones paterno-filiales, pero luego consideré que tal vez esa sea la perspectiva más conveniente para soportar el vínculo con los padres, tan intenso y complejo de por sí. Por cultura y tradición, tendemos a la cercanía con la casta, a la dependencia del clan, pero quizá sea recomendable en un punto poner algo de distancia. El exceso de amor, dicen, puede ser más dañino que su ausencia.

Es sencillo decirlo, claro, cuando uno todavía no se ha reproducido. Muy en el fondo sé que caeré en dilemas y contradicciones cuando sea padre, y sé que me pasará lo mismo que a mi amigo escritor Jeremías Gamboa: querré ser niño para ser el primer mejor amigo de mi hijo, querré ser niña para ser la primera novia de mi hijo, querré tener su edad para descubrir el mundo juntos, y ante la imposibilidad de todo aquello tendré que contentarme con ser simple y llanamente su padre.

Esta columna fue publicada el 17 de diciembre del 2016 en la revista Somos.