Carlos Basombrío Iglesias

Si la salida a la nacional está asociada a las elecciones generales, no solo hay una urgencia para conjurar la violencia de hoy, sino también para impedir que quienes quieren imponernos un régimen autoritario ganen en las mentes de la mayoría.

Siendo así, las decisiones sobre el orden público en el terreno deben ser milimétricamente monitoreadas por el Gobierno, para impedir que errores evitables sirvan como combustible para más violencia y destrucción.

Se requiere, por supuesto, detener y procesar a los que delinquen, reabrir las carreteras, garantizar el abastecimiento de productos de primera necesidad, que los hospitales tengan oxígeno y que las ambulancias no queden atrapadas en la ruta. Por supuesto, además, proteger los activos públicos y privados de los que depende la economía de todos los peruanos.

Pero todo ello tiene que combinar firmeza con prudencia, planificación, sentido de oportunidad e inteligencia; y venir acompañado de una estrategia comunicacional que, a la par, desenmascare las falsedades que inundan la narrativa de los violentos. No siempre es así.

Si hubo una derrota decisiva en estas dolorosas semanas, esta tuvo lugar aquella tarde en que una reunión del Acuerdo Nacional tuvo que ser suspendida porque en Juliaca se defendía a toda costa el aeropuerto –ya cerrado– con policías superados en número de diez a uno por las turbas y que, para cumplir la orden que les habían encomendado, tuvieron que causar, quizás no todas, pero sí muchas de las muertes de ese día.

El aeropuerto sigue cerrado. En cambio, los violentos lograron que su narrativa se multiplicase en la mente de muchísimos y que el dolor, la rabia y el deseo de venganza les dieran oxígeno a sus acciones. Peor aún, cuando nadie en el Gobierno asumió la responsabilidad política por los hechos; y cuando, la verdad, muy pocos se la pidieron.

Lo contrario estaba ocurriendo con la “toma de Lima” que, para sus promotores, debía ser la culminación exitosa de tres semanas de espanto en el país.

Y no fue así. Primero, porque necesitaban un apoyo significativo en la capital. Y la Lima provinciana y pobre no se sumó a las manifestaciones y siguió en su ardua lucha diaria por conseguir un futuro mejor para sus hijos. Súmenle que las delegaciones que arribaron no fueron lo masivas que anhelaban.

La “toma de Lima” se redujo así a la “toma del Congreso” y si nos guiamos por lo ocurrido en otras partes del país, no precisamente para conocer los “Pasos Perdidos”.

La policía desarrolló una estrategia inteligente para aislar a los manifestantes pacíficos de los minoritarios grupos violentos a los que resistieron y neutralizaron sin un solo muerto y sin un solo herido de consideración.

La tarea de mantener el orden público fue a la vez un éxito político. El fracaso de la “toma” dejaba sin un horizonte estratégico a los que bloquean y destruyen, justo cuando se empieza a percibir un creciente rechazo hacia ellos por el desabastecimiento y la desesperación de quienes viven al día. En este contexto se produjo el desalojo de San Marcos, a pedido de la rectora. Se pudo hacer expeditivamente, con fiscales, deteniendo a los requisitoriados (había uno) y poniendo a los demás en la calle. En cambio, con una tanqueta derribando la reja, se dio inicio a una absurda coreografía de abuso y maltrato que, si hubiese sido diseñada por los ideólogos de la violencia para conseguir nuevos apoyos, no les hubiera salido mejor.

El ministro del Interior sostiene que se enteró por la TV de lo ocurrido. Le creo. Entonces, ¿quién decidió enajenar a la enorme comunidad universitaria del país de un plumazo? ¿La policía por iniciativa propia? Suena raro. ¿Lo hizo el premier Otárola, quien fuera de toda duda es el que corta el jamón en Palacio?

Un desastre político que refuerza la imagen de un gobierno “dictatorial”, desprestigia a la PNP y aleja –ojalá que solo por unos días– el retorno a una cierta tranquilidad en el país.

Todo esto se superpone con el reto político más importante del momento, que es el de asegurar que habrá elecciones lo antes posible. Dadas las circunstancias, mejor en el 2023 que en el 2024. Esto está en manos de los congresistas, aunque bien haría en anunciar que, de su parte, se allana a ambas posibilidades.

Más aún cuando el adelanto de elecciones no está asegurado. Muy probablemente tratarán de boicotearlo las bancadas que apoyan la violencia y, según sus propias declaraciones, el almirante Montoya.

Los izquierdistas tienen los votos para impedirlo y bien pueden jugar a que “el pueblo” quiere más que eso y condicionarlo a un referéndum para una asamblea constituyente.

Una complicación adicional: ni siquiera la renuncia de Boluarte garantiza necesariamente la paz. Los izquierdistas querrán también imponer una Mesa Directiva a su medida, algo para lo que no tienen los votos. De otro lado, puede prender entre un número suficiente de congresistas la idea de que las elecciones no sean generales, sino solo para la presidencia.

¡Urge que la cordura se imponga en el país!

Carlos Basombrío Iglesias es analista político y experto en temas de seguridad