Hace cerca de 10 meses los peruanos nos encerramos en nuestras casas estupefactos y temerosos ante un virus poco conocido que prometía desaparecer en quince días. Los días se convirtieron en meses. Se acabaron los ahorros, se pidió ayuda a la familia, se compartieron ollas. Se adelantaron vacaciones, se redujeron sueldos, se despidió a millones. Se sufrió mucho. Se logró poco.
Hace 10 meses pasamos por la primera cuarentena. Una cuarentena ineficiente, que paralizó al país sin que el Estado acompañase el proceso con medidas sostenibles para combatir el virus. El resultado fue que el confinamiento solo sirvió para postergar lo inevitable. El Perú apareció en los titulares internacionales como el país con mayor mortalidad de COVID-19 en el mundo.
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Acostumbrados a convivir con el pico de la ola, los peruanos adoptamos la mascarilla como principal arma de defensa y redujimos significativamente nuestras interacciones sociales. Pasaron los meses y finalmente, sin que nadie tuviese una explicación segura de la causa, la curva cedió. Fue entonces cuando la combinación fatal de un Estado en letargo y grupos de conciudadanos con incapacidad de sentir empatía por el prójimo ocasionaron una pandemia impune de reuniones y fiestas. A vista y paciencia de las autoridades, miles de personajillos egoístas y estúpidos se jaraneaban con desconocidos, sin mascarilla, sin distancia y sin ventilación.
Si al inicio de la primera ola los mercados fueron los centros de contagio que permitieron que la pendiente de la curva creciese sin control, el inicio de la segunda está marcado por las populares ‘fiestas COVID’ con el infaltable condimento del relajo generalizado de la población. Y, al igual que la primera vez, aunque muchos lo advirtieron, el Estado fue incapaz de actuar a tiempo.
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¿Por qué si el gobierno –principalmente de Vizcarra pero también de Sagasti– sabía que la población estaba bajando la guardia, no lanzó una campaña masiva de educación para generar conciencia y comunicar las medidas de prevención que se debían implementar? ¿Por qué no hizo caso a los expertos que pidieron, rogaron, gritaron, por una mejor estrategia de diálogo con la población?
Ahora, ante el alza incontrolable de contagios y muertes, el Gobierno no ha tenido otra salida que volver a poner el freno de mano para evitar llegar con una masacre al bicentenario. Aunque esta versión de la cuarentena es bastante más inteligente que su edición original –cuenta con indicadores y permite varias actividades– la situación de los peruanos es también mucho más precaria que antes.
Ya no hay ahorros, los fondos de la solidaridad familiar se han agotado, los pequeños negocios que se habían levantado con esfuerzo no aguantan un día cerrados, las deudas se apilan. ¿De qué van a vivir los millones de informales que no están dentro de las actividades permitidas? Estamos, sin duda, ante un escenario desolador. Lo más probable es, entonces, que muchos peruanos decidan no hacer caso a las restricciones o aprovechen los vacíos de la norma para continuar con sus actividades.
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El Gobierno, en lugar de enfocarse en reprimir a aquellos que intentan, literalmente, ganarse el pan, debería concentrar sus esfuerzos en impedir eventos superexpansores como fiestas y reuniones sociales. Y aprovechar los quince días para, al fin, diseñar una campaña de comunicación potente y persuasiva que logre conectar con la población y hacerlos aliados en la lucha contra los irresponsables que ponen en riesgo la vida y la prosperidad de todos.