“La llegada del ejército de San Martín y la proclamación de la independencia había despertado un sentimiento de revancha contra los españoles”. (Ilustración: Jhafet Pianchachi)
“La llegada del ejército de San Martín y la proclamación de la independencia había despertado un sentimiento de revancha contra los españoles”. (Ilustración: Jhafet Pianchachi)

La escena que más impresionó al marino inglés Gilbert Mathison cuando arribó al Callao en marzo de 1822 fue la de los cientos de cadáveres insepultos que rodeaban el fuerte del Real Felipe y que, entre restos de uniformes y banderas, eran devorados de a pocos por las aves carroñeras. El hedor volvía la atmósfera apenas respirable. Como toda guerra, la de la , aunque nos dio el fruto grande de una nación libre y soberana, en el corto plazo trajo dolor y miseria, acrecentados por su duración de varios años y porque nos enfrentó contra nosotros mismos.

Uno de sus episodios más controvertidos sucedió en la madrugada del 2 de mayo de ese mismo año (1822). Mientras en el Palacio de Gobierno se celebraba una fiesta en honor a los primeros caballeros y damas condecorados con la Orden del Sol, partidas de soldados del flamante gobierno independiente rodearon las casas de los españoles que aún residían en Lima y los sacaron de sus lechos a punta de bayoneta. Las fuentes hablan de no menos de 600. Todos varones, que ya habían superado la niñez. No se les permitió llevar más que la ropa puesta –por miedo a que escondieran armas–, solo dinero. Formando una larga procesión, fueron puestos a caminar los 12 kilómetros que separan a Lima del Callao, aunque a los más viejos o enfermos se les acomodó sobre cabalgaduras.

Desde su llegada al Perú, el había prometido a los españoles que sus personas y propiedades serían respetadas, siempre que no atentasen contra el partido de la libertad. Este fue el requisito que su gobierno entendió que habrían quebrado, aunque parece que no se hizo la tarea fina de separar a justos de pecadores. Después de la entrada a Lima del ejército libertador y de la proclamación de la independencia en julio de 1821, el Perú quedó dividido en dos: grosso modo, la costa, en manos de los patriotas, y la sierra, en las de los realistas. Aprovechando su dominio de las alturas, estos hacían constantes amagos de ataque a la capital, y la ciudad, en esos tiempos revueltos y de carestía, fue un hervidero de rumores y conspiraciones.

La llegada del ejército de San Martín y la proclamación de la independencia había despertado un sentimiento de revancha contra los españoles, que frecuentemente eran afrentados en las calles, mientras en la prensa se hacía memoria de los agravios cometidos contra la población nativa durante el coloniaje. En abril de 1822 la victoria de Canterac sobre las fuerzas del patriota Domingo Tristán, en Pisco, encendió las alarmas de un regreso a Lima del ejército del virrey, que aprovecharía para tomar venganza contra los que habían apoyado la causa de la libertad. En el mismo mes se descubrió en Lima a un grupo de conspiradores que en féretros de aparentes difuntos intentaban trasladar armas para las fuerzas realistas. Esto habría llevado a San Martín a ordenar el destierro de los españoles que, sin seguir al virrey en su traslado al Cusco, ni buscar refugio en el Real Felipe, permanecieron en Lima, donde tenían negocios, familias y propiedades.

En el Callao, los prisioneros fueron subidos a la fragata Monteagudo, bautizada así en honor al ministro de gobierno de San Martín, Bernardo Monteagudo, al que algunos testigos de la época, como el marino francés Gabriel Lafond, señalan como el responsable de este destierro. Ahí estuvieron dos días, sin agua ni alimentos, rodeados por botes desde donde esposas e hijos clamaban por ellos. Después de este escarmiento comenzó la venta de pasaportes, que implicaba el permiso para ser transbordado a un barco neutral que podía llevarlos a Río de Janeiro, o a Europa. Algunos llegaron a pagar 10.000 pesos o 50.000 francos por el documento. Hubo desafortunados que cayeron en manos de piratas que, una vez que les quitaron todo el dinero, los abandonaron en alta mar. La mayor parte, unos 400, zarparon el 10 de mayo hacia Valparaíso. Sin alimentos ni agua suficientes, muchos perecieron antes de llegar al puerto.

El 4 de mayo, la Gaceta del Gobierno de Lima publicó un manifiesto en el que justificaba la operación, a la que llamó “un acto de expiación y un memorable ejemplo de venganza lleno de sobriedad”. Antes que padres o maridos, los deportados eran españoles, que se dedicaban a conspirar o a hacer campaña contra el gobierno independiente, impidiendo la reconciliación y consolidación de la patria. Mathison especula que pudo ser una reacción del gobierno contra las acciones de Canterac, cuyas tropas habían entregado a las llamas a los pueblos de la sierra que habían apoyado a los patriotas.

Dos siglos después quizás sea anacrónico protestar contra esos abusos, o inoportuno recordar que una causa justa, como la independencia, fue salpicada de episodios innecesarios o hasta cuestionables. Pero nos anima el hecho de que la proclama del gobierno no dejó de aludir al juicio de la historia: “Esta es de aquellas resoluciones cuyos efectos saludables no pueden apreciarse por ahora: el tiempo y la experiencia harán recordar más de una vez la oportunidad con que se ha adoptado”.