(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Gonzalo Portocarrero

En nuestro país está aún pendiente la expectativa de que los se vuelvan realmente universales. No a todo ciudadano –o colectividad– se le reconoce como teniendo los mismos derechos.

Según el filósofo italiano Giorgio Agamben, esta situación es muy antigua y está presente en la forma en que nos referimos a la vida. Usamos el prefijo ‘bio’ para hablar de una vida valiosa, que nos interesa defender. Y usamos el prefijo ‘zoo’ para designar otras formas de vida, a las que acaso no nos interesa defender tanto. Estas últimas se refieren a las vidas en su sustrato animal, aquellas que podemos salvar o destruir sin dar mayores explicaciones.

Se trata, pues, de una forma de “vida nuda” o “pura”. Aquella que no incorpora el reconocimiento de garantías sociales que hacen que la vida se transforme en “bio”, en una existencia con derechos en función de los que se puede evocar la protección y obtener la defensa del Estado, de los ciudadanos, aun los más débiles e inermes.

El reconocimiento de los derechos ciudadanos siempre ha sido otorgado con prevención y recelo. Como si fueran necesarias muchas pruebas para demostrar la capacidad de sosiego y subordinación que serían los fundamentos irrenunciables de la gobernabilidad. En el latifundio andino de principios y mediados del siglo XX, por ejemplo, las mujeres y los niños no tenían muchos derechos. Gracias a la educación se fue sembrando la idea de los derechos como reconocimientos potenciales que todos deberíamos recibir. Pero esta situación fue bastante tardía.

Hasta hace poco, cuando el racismo aun no era contestado de la forma que lo es hoy, este último significaba una negación o menosprecio de los derechos de ciertos individuos (los “homo sacer” según Agamben): aquellas personas que tenían que defender su libertad y propiedad de los avances del y sus periódicas imposiciones a través de la policía, el ejército y las mafias privadas.

Hoy en día en el Perú, y a diferencia de otros países de América Latina, todavía no existe la mentalidad de que la gente puede o debe estar protegida por la policía de los abusos. Entonces, muchas veces, suena como si el respeto a la vida y a los derechos humanos fuera una excentricidad, una gracia que se puede o no otorgar a los más humildes, pese a que no estén preparados para recibirla, a título –quizá– de compensación por siglos de vidas oprimidas.

Es cierto que esta situación parecería estar cambiando. Ahora la complicidad con el poderoso no puede reinar con el descaro con que solía hacerlo hasta hace unos –digamos– treinta años. Pero la conciencia sobre los derechos no parece haberse actualizado en todos los individuos. De allí que en el Perú haya gente que piense que algunas personas no merecen recibir ciertos derechos, pues esto sería excesivo o desproporcionado. Esto es, por ejemplo, lo que la mayoría de las personas responde cuando escucha decir que los dirigentes senderistas y han sido colocados en un régimen de arresto domiciliario. Esto aunque hayan pagado sus penas, con más de 30 años de cárcel.

En realidad, lo que se está insinuando es que la prisión debería ser siempre perpetua para los condenados por terrorismo. Esta sugerencia no se atreve aún a decirse por su nombre. Pero siempre está acompañada por el miedo y la desconfianza. Por una situación que hace muy difícil que se acepten las disposiciones legales como el arresto domiciliario.

Así, se trata de negar los derechos que establece la ley porque no existen las condiciones de seguridad necesarias para hacerlos efectivos sin riesgos para la población. Aunque lo curioso es que esa primera generación de senderistas tiene edad más que suficiente como para carecer de peligrosidad.