"Es difícil imaginar una salida a esta disyuntiva mientras sigamos conviviendo con tantas desigualdades sociales y estados tan disfuncionales". (Ilustración: Rolando Pinillos Romero)
"Es difícil imaginar una salida a esta disyuntiva mientras sigamos conviviendo con tantas desigualdades sociales y estados tan disfuncionales". (Ilustración: Rolando Pinillos Romero)
Ignazio De Ferrari

se acerca cada vez más al totalitarismo. El régimen de ha copado casi todas las instituciones del Estado y los únicos bastiones que le quedan a la oposición, tras la juramentación de la Asamblea Constituyente, son las alcaldías que aún controla. En el corto plazo, no parece haber una salida que no envuelva una intervención militar foránea. Se trata, difícilmente, de una opción adecuada y tampoco existe el apetito político para llevarla a cabo. Mientras Maduro tenga los tanques del ejército bolivariano de su lado, seguirá enroscado en el Palacio de Miraflores.

El fracaso de la democracia en Venezuela –hasta hace solo 20 años considerada un paradigma para el resto de la región– invita a hacer algunas reflexiones sobre la libertad política en América Latina. En sus primeros años, el modelo chavista –seguido a diferentes velocidades en Ecuador, Bolivia y Nicaragua– fue considerado una alternativa de democracia participativa. En el 2011, tras 12 años de chavismo, cuando se le preguntaba a los venezolanos cuán democrático era su país en una escala del 1 al 10, en promedio lo calificaban en 7,3, el tercer nivel más alto en América Latina. Toda una paradoja si se considera que ya estaba en marcha el ataque a las instituciones.

Más aun, para un sector de las ciencias sociales, el chavismo tenía el mérito de haber recuperado el valor de la política tras la década y media neoliberal y, además, haber logrado altos índices de participación ciudadana. Frente a las críticas existía un argumento contundente: el chavismo ganaba elecciones. El problema es que mientras ganaba elecciones también destruía la libertad de prensa y conducía al país hacia el abismo económico. Y cuando no alcanzó para ganar elecciones, llegó la represión.

Por estas horas la región mira indignada los acontecimientos en Venezuela. Pero mientras nos rasgamos las vestiduras, es necesario hacer un poco de autocrítica. Por supuesto es mejor vivir en una democracia que con todas sus debilidades permite la libertad de expresión y la alternancia electoral. Sin embargo, en democracias de baja intensidad como la peruana, en las que casi no existen elementos de cohesión social –es decir, carecen de un proyecto nacional de convivencia– es difícil imaginar ciudadanos comprometidos con la república.

La gran apuesta de nuestros políticos en el último cuarto de siglo ha sido el discurso del crecimiento económico. Y sí, hemos crecido, pero el porcentaje de ciudadanos que estaban insatisfechos con el funcionamiento de la democracia antes que empezara ‘el milagro económico peruano’ sigue siendo básicamente el mismo el día de hoy. El crecimiento económico no ha terminado de legitimar a la democracia. Somos menos pobres pero estamos igual de insatisfechos.

América Latina sigue atrapada, en buena parte, en la disyuntiva histórica entre los personalismos populistas –que despiertan mucho entusiasmo en sus inicios pero acaban casi siempre con las libertades resquebrajadas– y una democracia de baja intensidad –percibida como elitista, corrupta e ineficaz–. Es difícil imaginar una salida a esta disyuntiva mientras sigamos conviviendo con tantas desigualdades sociales y estados tan disfuncionales. En teoría, el Brasil del Partido de los Trabajadores de Lula y sus políticas redistributivas debía ser la alternativa. La corrupción puso fin al ensayo, pero la macroeconomía ya venía dando muestras de que el modelo se agotaba.

El problema de democracias de baja intensidad como la peruana no se limita a la desafección de sus ciudadanos, sino, fundamentalmente, a que difícilmente sobreviven en el tiempo. En la región andina, sin excepción, todos los sistemas de partidos que estructuraron la política durante la segunda mitad del siglo XX han colapsado. Es en gran parte por culpa de esas democracias superficiales que líderes como Hugo Chávez, Rafael Correa o Evo Morales surgen para politizar el descontento. Lo que sigue, casi siempre, es un deterioro de la democracia. Como recuerdan los politólogos Scott Mainwaring y Aníbal Pérez-Liñán, en cuatro de los cinco casos en que ha habido una clara erosión de la democracia en los últimos 20 años –es decir, en Venezuela, Ecuador, Nicaragua y Bolivia– ha sido por las tendencias autoritarias de sus presidentes. A estos cuatro casos hay que sumar el Perú de Fujimori.

Mejorar la calidad de la democracia implica trabajar en varios frentes. Algunos, como reconstruir el sistema de partidos, son extremadamente difíciles y lo que se puede hacer es limitado. Lo que no podemos postergar son las reformas que le den más eficacia al Estado, ataquen con claridad la lucha contra la corrupción y combatan la desigualdad. Lo último que podemos creer es que estamos inoculados contra los populismos autoritarios.