Desarrollo consensuado, por Gonzalo Portocarrero
Desarrollo consensuado, por Gonzalo Portocarrero
Redacción EC

La llamada ‘’ responde a una estrategia de desarrollo basada en la contención de las remuneraciones. El neoliberalismo criollo supone que reducir los llamados “sobrecostos laborales” llevará a mayores ganancias y a un crecimiento de la inversión que poco a poco iría produciendo una mayor demanda de trabajadores con la consiguiente elevación de sus ingresos. 

No obstante, la ley se justifica como respuesta a la necesidad de formalizar el empleo permitiendo que un mayor número de jóvenes acceda a derechos laborales aunque ellos sean recortados. En realidad, sin embargo, si las empresas no se formalizan es porque así no pagan impuestos, ni respetan la legislación laboral y, por otro lado, porque no existe un control estatal que las fuerce a acatar las leyes. Ni siquiera las empresas formales cumplen con los derechos laborales, pues en muchas de ellas es una práctica “normal” obligar a sus trabajadores a jornadas de 12 horas, en vez de las ocho de ley.

Recortar los derechos laborales, hecho que significa disminuir las remuneraciones, es una estrategia para rentabilizar la inversión ya usada para el caso de las pequeñas y medianas empresas. Esta estrategia pretende generalizarse, incluyendo esta vez a la gran empresa, mediante la ‘ley pulpín’, pero la gran empresa es la que menos la necesita en tanto su capitalización le permite una mayor productividad. Por tanto, se llega a la conclusión de que la mencionada ley es sobre todo un gesto de “buena voluntad” para los inversionistas; una manera de decirles que la rentabilidad de sus empresas es el factor clave en el desarrollo y que el Estado está dispuesto a sacrificar expectativas y derechos de diversos sectores de la población en aras de esa rentabilidad que sería la fuente de la inversión y el crecimiento futuro. 

El modelo es, desde luego, China, donde después de treinta años de bajísimas remuneraciones y altas tasas de ganancia e inversión, los ingresos de los trabajadores han comenzado a subir sustancialmente. Y lo seguirán haciendo, pues los trabajadores escasean y, por otro lado, el crecimiento futuro de la economía china dependerá, principalmente, del aumento del consumo interno. 

Entonces llegamos a las preguntas de fondo: ¿Es justo y viable que se sacrifique a una generación de trabajadores? ¿Es posible repetir la experiencia china en la sociedad peruana? Respecto a la primera pregunta, hay que recordar que no es una democracia, que los trabajadores no fueron consultados y que no tuvieron la posibilidad de escoger y, finalmente, que responden a una milenaria tradición de diligente obediencia. Entonces, los jerarcas del Partido Comunista, en alianza con la nueva clase empresarial, pudieron decidir que China se convirtiera en el “taller del mundo”, que la acumulación de capital se diera en la industria de exportación aprovechando la competitividad dada por las bajas remuneraciones y la creciente productividad. En una sociedad democrática tal política no hubiera sido posible. La fragmentación del poder y la necesidad de negociar condicionan alternativas de menor crecimiento y rentabilidad, pero, probablemente, de mejor calidad de vida para los trabajadores. O, inclusive, como es la experiencia de muchos países de América Latina, de una rentabilidad cuestionada, vigilada, y de bajas tasas de inversión y crecimiento. Es decir, la imposibilidad de una negociación razonable y el estancamiento de los populismos. 

La experiencia china ha seducido a muchos en la sociedad peruana. El neoliberalismo criollo apostó al esquema fujimorista de concentración del poder y otorgar todas las facilidades a los inversionistas. Además, dadas las rentas proporcionadas por las riquezas naturales, no fue necesario un esquema de contención de las remuneraciones. La rentabilidad de las exportaciones descansaba sobre los altos precios internacionales y no sobre las bajas remuneraciones, pero esa época está terminando. El Perú ya no podrá depender tanto de los minerales y tendrá que exportar más productos, agrícolas e industriales, en los cuales el componente salarial es más importante. 

Basar la competitividad económica en la restricción de las expectativas legítimas de la gente supone un régimen dictatorial o una democracia pervertida por el desconocimiento sistemático de las promesas hechas por las autoridades cuando fueron candidatos. La fórmula demagógica ha funcionado en el Perú, pero el engaño sobre el que se funda está generalizándose y desquiciando el funcionamiento de las instituciones. Entonces la única salida es el sinceramiento y las negociaciones y acuerdos entre capitalistas y trabajadores, mediados por la clase política.