Cómo destituir a un presidente, por Ignazio De Ferrari
Cómo destituir a un presidente, por Ignazio De Ferrari
Ignazio De Ferrari

Esta semana los dos grandes referentes de la izquierda latinoamericana de los últimos tres lustros –el Partido de los Trabajadores brasileño (PT) y el chavismo venezolano– recibieron un duro revés en su intento de mantenerse en el poder. En Brasil, el Senado dio la estocada final al PT y destituyó de manera definitiva a la presidenta Dilma Rousseff. En Venezuela, la oposición volvió a copar las calles de Caracas para exigir el referendo revocatorio contra el presidente Nicolás Maduro. 

Venezuela y Brasil tienen las mayores crisis económicas de la región. Brasil pasa por su mayor recesión desde la década de 1930 –el PBI se redujo en 5,4% en los últimos doce meses a junio–, mientras que Venezuela vive la mayor crisis de su historia –tiene la caída del PBI (-8%) y la inflación más alta del mundo (cerca de 500%)–. A eso se suma la corrupción generalizada de sus gobiernos. Sin embargo, también las diferencias son notorias. Mientras Rousseff se ha atenido a las reglas del juego institucional y ha aceptado el resultado del ‘impeachment’, el chavismo se aferra al poder a costa de coartar las libertades públicas. El chavismo, en resumen, ha dado muestras de ser corrupto y autoritario. Rousseff solo de lo primero.

La destitución de Rousseff y el intento –aún frustrado– de revocar a Maduro han abierto algunas interrogantes sobre el verdadero rol del ‘impeachment’ en una democracia presidencialista y sobre la utilidad del referendo revocatorio. Estos mecanismos tienen en común el recorte del período presidencial. La diferencia radica en que el Congreso decide el ‘impeachment’ y solo puede ser iniciado ante evidencias de faltas graves –por ejemplo, corrupción o usurpación de funciones–, mientras que el referendo parte de la iniciativa ciudadana que decide con su voto si el presidente llegará o no a finalizar su mandato. No hay necesidad de demostrar faltas graves para que se realice la consulta.

La forma en que el chavismo ha manipulado la institución del referendo revocatorio es obvia. En el 2004, cuando el presidente era aún Hugo Chávez y su popularidad era alta, el gobierno permitió la celebración del referendo, que ganó cómodamente. Esta vez, como sabe que perdería el plebiscito, ha recurrido a sus últimos resquicios de poder para evitar la consulta. Al autoritarismo venezolano ya no le queda nada de competitivo.

El ‘impeachment’ brasileño ha sido un nuevo ejemplo de una de las leyes de hierro de la política moderna: los escándalos de corrupción salen a la luz o golpean más cuando el gobierno es impopular. Algo parecido sucede con las crisis económicas. El líder carismático –por ejemplo, Lula– puede hacer frente a los vaivenes económicos, pero el político ensimismado y de perfil técnico –Rousseff– la tiene cuesta arriba. A estas alturas nadie duda de que el juicio a Rousseff ha sido político. Si bien su partido ha convivido con la corrupción durante años, la acusación en su contra se basa en tecnicismos que no fueron causal de despido de presidentes anteriores. A Rousseff le “encontraron” el “delito” para poder destituirla. 54 millones de votantes la eligieron presidenta y 61 senadores decidieron su suerte.

El tema de fondo es si creemos que en un sistema presidencialista es saludable que el período presidencial sea interrumpido a mitad del mandato y si esa decisión debe recaer en el electorado o el Parlamento. En un régimen que se desvía de la democracia liberal, parece una buena idea que los votantes puedan deshacerse de un gobierno que empieza a limitar las libertades civiles. Pero esa destitución no es tan fácil de concretar. La cercanía del final no significa que la bestia esconda las garras. Un régimen que, como el chavista, copa todas las instituciones durante 15 años, sigue teniendo armas para defenderse incluso en la peor de las crisis.

En países democráticos pero con instituciones débiles e impopularidad crónica de sus gobernantes –pensemos, por ejemplo, en el Perú–, el referendo revocatorio puede ser un arma de doble filo. Sí, empodera a los ciudadanos a evaluar la gestión de sus gobernantes, pero no resuelve el nudo gordiano del origen de la baja popularidad. No es fácil ser un presidente popular en países con déficits y desigualdades estructurales en los que las expectativas contenidas son de larga data. Desde 1980 hasta hoy, no ha habido un solo presidente consistentemente popular antes y después de los populistas Fujimori, Morales, Correa y Chávez en el Perú, Bolivia, Ecuador y Venezuela. 

Por otro lado, si aceptamos –como lo hacen todas las constituciones presidencialistas del mundo– que ante casos de faltas graves, el presidente pueda ser destituido por el Congreso, es necesario asegurarse que esa destitución solo se produzca ante evidencias claras de infracción. Si no, estamos frente a un parlamentarismo escondido. En los regímenes parlamentarios como los de Europa occidental, el gobierno es elegido por la mayoría legislativa y esta puede retirarle la confianza por razones políticas. De los siete presidentes destituidos por el Congreso desde el retorno de la democracia en América Latina, cinco fueron por razones políticas. Se trata, pues, de una perversión del sistema presidencialista.

La destitución de Rousseff, debería preocupar a todos los presidentes de la región, no solo a los que comparten sus colores políticos. Si esta tendencia se vuelve cada vez más aceptada, más de uno podría ser el próximo. En cuanto al chavismo, que solo unos cuantos presidentes liberales hayan levantado la voz frente a los abusos del régimen es vergonzoso. A Rousseff, la derecha le debió tender la mano, mientras que a Maduro la izquierda debería abandonarlo definitivamente.