(Ilustración: Rolando Pinillos Romero)
(Ilustración: Rolando Pinillos Romero)
Santiago Roncagliolo

A finales de setiembre, la policía arrestó a doce funcionarios del gobierno catalán. Los detenidos preparaban el referéndum del 1 de octubre, en el que se preguntaría a sus ciudadanos si querían separarse de España, una consulta ilegal pero con gran apoyo popular.
Ese día, yo estaba en Canadá. El periódico de mi hotel puso en primera página la foto de una gigantesca manifestación en Barcelona contra los arrestos. El titular: “Cataluña se alza contra la represión española”.

El presidente Mariano Rajoy podría haber aprendido entonces, si no una lección política, al menos una de comunicación. Pero no lee inglés.

El pasado domingo, día del referéndum, yo ya estaba de vuelta en Barcelona. Y se me atragantó el desayuno al ver por televisión los porrazos policiales contra la gente que iba al supuesto referéndum. Las pelotas de goma que disparaban. Los rostros ensangrentados de manifestantes. Los agentes arrastrando a la gente de los pelos por escaleras.

Tras esos disturbios, varios amigos míos, que hasta ese mismo instante detestaban el nacionalismo catalán, decidieron ir a votar. Más aun, se quedaron en los colegios electorales para protegerlos. Yo había quedado con uno de esos amigos y tuve que ir a buscarlo a su piquete. La calle del colegio rebosaba de vecinos, de un extremo a otro.

A las 8 p.m., cuando acabaron las votaciones, la multitud aplaudió, gritó consignas, iluminó sus teléfonos y, con la solemnidad de una misa, se puso a cantar el himno catalán “Els Segadors”. Ahí seguían a las 10 de la noche, cuando empezaron una cacerolada. Incluso los clientes de los bares golpeaban las mesas con sus botellas, o se levantaban a aplaudir.

Al día siguiente, llevé a mi hijo al colegio. Uno de sus compañeros, de 9 años, tenía una herida en el brazo producida por un escudo policial. Otro, una llaga en el ojo. Le había caído una pelota de goma mientras miraba por su balcón.

En un quiosco cerca del colegio vendían la prensa internacional: “The New York Times”, “The Guardian”, “Financial Times”, “Le Monde” dedicaban portadas y editoriales a la represión de Rajoy. Por la tarde, las plazas del centro de Barcelona estaban atestadas de manifestantes. El martes hubo una huelga general. Ahora, el lema era indiscutible: “Contra la violencia, por la paz”.

Es difícil ser más torpe. Con un solo movimiento, en apenas unas horas, Mariano Rajoy empujó a miles de catalanes hacia el soberanismo y presentó internacionalmente a España como un país represor. Para colmo, cambió el foco del debate: de la ilegalidad del referéndum catalán a la violencia española. Los gobiernos de Bélgica y Finlandia desaprobaron las cargas policiales. Incluso la Unión Europea expresó su incomodidad.

Rajoy es invulnerable a la realidad. Si algo no le gusta, cierra los ojos. Desde el inicio de la crisis, apenas se ha dejado ver por Cataluña en actos de su partido e inauguraciones de infraestructuras. Nunca les ha hablado a sus habitantes. En su gobierno solo hay una ministra catalana, que parece muda. Esta semana, para confirmar que vive en otro planeta, Rajoy declaró que no se ha celebrado ningún referéndum, y que la policía ha actuado correctamente. Incapaz de ganar el corazón de todos los catalanes, pretende defender a los que desean seguir en España. En realidad, solo los está dejando cada vez más solos y sin argumentos.

El presidente español siempre pensó que el incendio nacionalista se apagaría solo. Pero el domingo le echó un bidón de gasolina. Va camino a convertirse en el hombre que perdió Cataluña. La duda es si al menos podrá hacerlo sin violencia.