Carmen McEvoy

Ver una misma película varias veces aburre, aunque tenga momentos dramáticos o, incluso, tragicómicos. Y eso es lo que le pasa a quien se adentra en la historia del Perú para descubrir sus dolorosas constantes, hoy, evidentemente magnificadas por la estupidez de sus nuevos protagonistas. Porque la declaración del ministro respecto de que la presidenta es una mujer sabia –y además estadista– no se la cree ni él mismo, que algo sabrá, luego de tantísimos libros que leyó. Como otros que la precedieron en el cargo, Boluarte es una oportunista que se envalentona cuando súbitamente descubre que tiene las riendas del Estado en las manos, aunque sin lograr percibir lo que ello históricamente significa y mucho menos calibrar los intríngulis de la trama perversa que la mantiene en el poder. Un poder que, para nuestra desgracia, se basa en el manejo de una maquinaria corrupta, que hoy intoxica niños y avala con su desdén el baño de sangre de los más humildes. Mantenerse al timón de esta nave a la deriva, que flota no debido a la capacidad de la “capitana”, sino a la inercia, y a una caja fiscal que milagrosamente lo aguanta todo, requiere de muchísima audacia. Porque el mundo pirata, del sálvese quien pueda, está regido por la arrogancia y una alta dosis de demencia para creerse el cuento. Ocurrió con muchos de los predecesores de Boluarte, y ahora la tendencia se corrobora con quien no sabe qué decir cuando desaparecen las palabras del teleprompter, aunque luego estalle para denunciar a los “traidores a la patria” que la contradicen.

En una sociedad cortesana como la nuestra, que recibía al nuevo virrey con bombos y platillos a pesar de que se conocían las intrigas de su elección y el patrón de conducta de sus antecesores, no sorprende el servilismo de los cercanos al poder, siempre aterrados de perder sus posiciones en un abrir y cerrar de ojos. Y es por ello que, las vergonzosas loas a Leguía, que canceló de un plumazo a los civilistas a quienes traicionó, fueron parte del ritual cotidiano de la Patria Nueva. En los anales de la traición peruana, por otro lado, tiene un papel estelar Antonio Gutiérrez de la Fuente (1796-1878) quien, a diferencia de los actores actuales, aprendió a maniobrar desde las sombras. Y solo fue descubierto por la mariscala, cuando en sus narices pretendió darle un golpe a su marido, Agustín Gamarra, otro traidor que, luego de crear una campaña de rumores falsos movilizó al ejército para remover ilegalmente del cargo al presidente La Mar. La traición de Gamarra al mariscal derrotado que llegaba de la Gran Colombia y al que se le acusó de querer entregar el Perú a los antiguos aliados es, sin lugar a duda, el preámbulo de una sangrienta anarquía, donde la deslealtad fue la moneda de cambio. Tanto así que se solicitó la llegada de ejércitos extranjeros, chilenos y bolivianos, para saciar la sed se poder de las facciones militares en pugna. Es por todo lo anterior que, ver a este gobierno implosionando en cámara lenta mientras despliega su estirpe servil y traicionera no nos sorprende a los historiadores, a quienes el alcalde del Cusco señala que “no saben nada”. Porque, aparte del servilismo y la traición, lo que prima en el Perú es la ignorancia y su socia, la amnesia colectiva.

Hace poco conversaba con un entrañable amigo sobre las narrativas que nos contamos a nivel individual, especialmente en momentos traumáticos, con la finalidad de superar trances difíciles y seguir adelante. En el Perú, país fracturado y en guerra consigo mismo, nos hemos contado la historia colectiva del fracaso permanente y de la corrupción omnipresente, olvidando a los idealistas y constructores, muchos de ellos acorralados y destruidos por esa política sumisa y traicionera que todo lo devora. Es ese páramo, ausente de referentes e ideales nobles, la guarida que cobija a los cínicos de turno, quienes, ante nuestra protesta por el horror cotidiano contestan que fue heredado, negando la responsabilidad que les corresponde. La frivolidad y las tremendas carencias morales y gerenciales de este gobierno obligan a volver tras las huellas de los que ofrendaron su vida por un Perú mejor. Más aún, en honor a ellos y en la búsqueda de un futuro, que algunos ya vislumbran como inviable, el voto del 2026 debe tener un objetivo cuasi existencial: ni más ni menos que la demanda concreta por una vida digna, sostenida en la certidumbre de que no seremos asesinados en una calle cualquiera, sin poder decirles adiós a nuestros seres queridos.

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Carmen McEvoy es Historiadora

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