(Foto. Hugo Pérez/GEC)
(Foto. Hugo Pérez/GEC)
Fernando Rospigliosi

El intento del gobierno de provocar al , lograr un rechazo a la cuestión de confianza y disolverlo, fracasó. Predominó, no una estrategia política de los parlamentarios, sino el interés mayoritario de mantener sus puestos por dos años más.

Se frustraron también los intereses de aquellos congresistas que pretendían la disolución para intentar reelegirse en el 2021 y los de los grupos de izquierda que, por lo menos declarativamente, propiciaban la clausura para ahondar la crisis política e intentar que se convoque, no a una nueva elección congresal, sino a una asamblea constituyente que cambie las reglas del juego y vuelva al país al fracasado estatismo de los años 70.

Naturalmente, el gobierno sigue blandiendo la espada de Damocles: si no aprueban al pie de la letra sus proyectos en los plazos perentorios que ha fijado, puede dar por no aprobada la cuestión de confianza y disolver el Congreso. Pero eso es más que discutible.

Como han explicado muchos especialistas, esa exigencia del presidente está fuera de lugar. No se puede exigir a un Congreso que haga lo que otro poder del Estado le ordena, para eso existe la separación de poderes. Y la función principal del Parlamento es precisamente legislar.

Por supuesto, el gobierno podría eventualmente pasar por encima de la Constitución, las leyes y la lógica, y pretender clausurar el Congreso, pero su decisión sería sin duda cuestionada, y posiblemente desacatada por la mayoría de congresistas y se produciría una crisis mayor de impredecibles consecuencias.

¿Se atreverá Vizcarra a hacerlo? Si sus críticos más audaces tienen fundamento, ¿su temor a las consecuencias de las investigaciones que tiene pendientes es tan grande que arriesgará todo en una jugada peligrosa para cambiar las reglas e intentar perpetuarse en el poder?

En pocas semanas habrá respuestas a estas preguntas. Por el momento, uno de los objetivos del gobierno se ha cumplido: injuriar, denigrar y poner en la picota al detestado Congreso. Eso probablemente va a mejorar en algo la aprobación en las encuestas sobre el presidente Vizcarra –frenando su caída, por lo menos–, aunque ese recurso se va desgastando inevitablemente. A menos, claro está, que proceda con el siguiente paso y lo disuelva.

Varias de las propuestas de la del gobierno empeorarían el sistema político, como ya lo hizo con la no reelección de congresistas. La desatinada idea de hacer elecciones internas de los partidos no con la votación de sus militantes o, en todo caso, de los que deseen hacerlo, sino obligando a votar a los 24 millones de ciudadanos, es una de las peores. Una abrumadora mayoría no conoce a los que postularán en esas elecciones ni les importa, pero decidirán sobre los candidatos. Y esas absurdas “elecciones internas” –no son internas en realidad– serán vinculantes, obligatorias.

Además, si en las internas no vota el 1,5% de los electores –podrían ser unos 280.000–, ese partido pierde la inscripción, desaparece legalmente.

También hay otras propuestas discutibles, que casi nadie conoce. Por ejemplo, la propaganda electoral en radio y televisión abierta, la más costosa de una campaña electoral nacional, será pagada por el Estado con nuestros impuestos. Estarán a disposición de los competidores entre 20 y 40 minutos diarios, según las fechas, en todos los canales de TV y radios. En las elecciones municipales y regionales esa franja electoral será gratuita. Evidentemente el gobierno no habla de eso, porque no es popular decirles a los ciudadanos que ahora financiarán la publicidad de los políticos.

Tampoco se difunde el proyecto que aumenta el número de congresistas: dos representantes de los peruanos en el extranjero y uno de los indígenas.

La paridad y alternancia en las listas entre hombres y mujeres también parece una mala idea.

En suma, de aprobarse los proyectos del gobierno tal cual están, por lo menos en algunos casos, empeorarían el sistema político. Pero esa es la menor de las preocupaciones del gobierno. Lo que realmente le preocupa es la destrucción de sus adversarios políticos y el control total de la fiscalía.

Otrosí digo. Culpar a los venezolanos de la inseguridad ciudadana es el más reciente invento del gobierno para tratar de justificar su incapacidad para resolver un problema que inquieta a los peruanos. La xenofobia siempre es políticamente rentable y fácil de utilizar, aunque es un recurso perverso y canallesco que castiga a miles de venezolanos honestos y trabajadores. La coalición vizcarrista calla y justifica.