“Pisaq se tiene que llenar nuevamente de colores y sus habitantes, sentir que la vida vuelve a latir en cada una de sus calles. Pero esta es la oportunidad para hacerlo de forma correcta”. (Ilustración: Víctor Aguilar Rúa).
“Pisaq se tiene que llenar nuevamente de colores y sus habitantes, sentir que la vida vuelve a latir en cada una de sus calles. Pero esta es la oportunidad para hacerlo de forma correcta”. (Ilustración: Víctor Aguilar Rúa).
/ Víctor Aguilar Rúa
Patricia del Río

El pueblo de Pisaq luce vacío. Lo que se fue convirtiendo con el paso de los años en una ciudad-mercado hoy vuelve a ser un espacio en el que se distingue la iglesia, los árboles cobran vida y una explanada, típica de las plazas serranas, domina el lugar. Hay cierta melancolía en esta recuperación arquitectónica que permite que Pisaq se luzca en toda su belleza. Sin embargo, hay también mucha desolación. Las calles, otrora bulliciosas y plagadas de colores, lucen fantasmales. Las puertas de los negocios están cerradas a piedra y lodo. Los pocos artesanos que aún venden sus productos están dispuestos a bajar sus precios hasta la mitad con tal de que les compren algo.