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Periodista
Los sonidos no envejecen. Cuando murió Maradona, recuerdo haber buscado la narración del mejor gol de la historia; ese en el que se lleva a medio equipo británico para recordarles a los argentinos que les podían arrebatar las Malvinas, pero jamás el orgullo. Y busqué la narración porque en la voz del argentino Víctor Hugo Morales, la explosión y la euforia de una frase que quedaría para la historia, “barrilete cósmico, ¿de qué planeta viniste?”, me permitieron evocar el momento como si no hubiera pasado el tiempo. Las imágenes pixeleadas de Youtube me hablaban del pasado, la voz de Morales me ponía en ese minuto, de ese partido, del 22 de junio de 1986, en el estadio Azteca.
PARA SUSCRIPTORES: Los peruanos que ya se vacunaron: la experiencia y las advertencias de dos médicos en EE.UU.
Desde hace unas semanas venimos trabajando en la radio el resumen del año. Una práctica común en todos los medios del mundo, en la que se escogen los hechos relevantes y se hace una síntesis lo más representativa posible de lo que pasó. A veces la selección puede ser imperfecta, pero lo que uno debe lograr es que el oyente sienta que, efectivamente, ahí está lo que vio, lo que vivió, lo que lo conmovió.
Y este trabajo nunca me había resultado tan desgarrador. He repasado mes por mes todo lo que soportamos y se me ha hecho difícil, en varias ocasiones, completar el guion sin echarme a llorar. Enero arrancó con los gritos de los vecinos de Villa el Salvador pidiendo auxilio mientras sus casas y sus cuerpos se calcinaban por culpa de un camión que transportaba gas licuado de petróleo como si se tratara de costales de papa. La agonía de mujeres, hombres y niños que fueron muriendo tras un largo sufrimiento, terminó con la vida de 34 peruanos, cuyo único pecado fue vivir en un país tan informal, donde se pueden transportar tres balones de gas haciendo equilibrio en una bicicleta sin que a nadie le importe.
He abrazado el llanto asustado de la madre de Camilita, una niña de cuatro años a la que un adolescente de 15 raptó, violó y mató con salvajismo. He repasado sus palabras de súplica para no ser juzgada por haber salido a una fiesta, como si ella hubiera buscado la muerte de su pequeña.
Y, por supuesto, me he quedado paralizada por los ecos que nos dejó el coronavirus. Grupos de madres pidiendo ayuda para sus ollas comunes porque ya no había qué comer. Un vendedor de huevos de codornices regalando sus aves que ya no tenía con qué alimentar. Una enfermera envuelta en bolsas de basura rogando por equipos de seguridad biomédica. He reconocido los alaridos y los susurros de la desesperación: me he asfixiado con las palabras entrecortadas de un médico de Iquitos ahogándose, usando sus últimos hilos de voz, suplicando por oxígeno. He corrido junto con la mujer arequipeña implorándole al presidente Vizcarra que la escuchara, mientras partía en caravana y la dejaba en una nube de polvo e indiferencia.
He olido el terror de la cuarentena, y he caminado otra vez con los peruanos fatigados, tratando de llegar a pie hasta sus lejanas tierras. Pero también he descubierto, en cada alarido y demanda, la fortaleza de los peruanos; y en las arengas de los jóvenes exigiendo verdadera democracia, un futuro mejor.
No sé cómo hemos sobrevivido a tanto. No entiendo cómo seguimos acá. No me explico cómo hemos contenido la rabia tras cada intervención frívola e inhumana de nuestra clase política.
Pero lo hemos logrado. Hemos acopiado fuerzas para llenarnos de esperanzas, y por fin este año lleno de horrores se está yendo. Los ecos de pánico se quedarán para siempre. Pero se quedarán para que no permitamos nunca más que la ineficiencia, la desidia y la falta de respeto a la vida nos quiten el aire, nos quiten la vida.