
En los años 80 realicé varios viajes entre Quito y Lima, a raíz de una maestría que cursaba en la capital ecuatoriana. Eran largos viajes por tierra en los que el punto álgido era el cruce de la frontera binacional. En los puestos de aduana ecuatorianos se hacían dos colas: la de extranjeros y la de peruanos. Estos últimos éramos revisados minuciosamente y despojados de cigarrillos, pasta de dientes, alimentos, caset de música y cualquier cosa que pudiera ser útil a los soldados de la guarnición. Si alguna publicación impresa contenía algún mapa, este era arrancado y arrojado al suelo. Me imagino que algo similar ocurría en el lado peruano con los ecuatorianos que hacían el mismo viaje.
Estuve hace unas semanas por el norte y quedé maravillado por el contraste. El trato en el paso de la frontera era hasta amable. Las playas y restaurantes de Tumbes se hallaban llenas de turistas ecuatorianos y los taxistas locales quedaban asombrados cuando les contaba mis peripecias en el cruce de la frontera de 40 años atrás. En medio de ambas situaciones estuvo la guerra del Cenepa, que en estas semanas ha cumplido su trigésimo aniversario.
Fue una guerra extraña. Primero, porque, aunque hubo misiles, bombardeos y aviones derribados de un lado y del otro, y, por supuesto y lamentablemente, muertos y mutilados, nunca fue declarada oficialmente. Segundo: fue una guerra localizada en la espesura de la selva amazónica, lo que impidió el uso de fuerzas masivas. Por un acto de autocontención de ambas fuerzas armadas, el conflicto no se extendió a otros espacios; no se bloquearon puertos ni bombardearon ciudades, como en las guerras normales. Por último, fue extraña, porque el objetivo de los ejércitos no era tomar ciudades o cuarteles, sino ocupar espacios que no tenían casi señales de identificación. Lugares como la Cueva de los Tayos, Base Sur y Tiwinza eran nombres cuya correspondencia con lugares físicos en la selva no eran fáciles de fijar.
Por ello nunca fue claro quién ganó la guerra. El Ejército peruano señala que la ganó, porque logró remover a las tropas ecuatorianas que ocupaban dichos lugares. El ecuatoriano se declara victorioso, ya que dice que no lograron desalojarlos. Y que, si lo hicieron en un momento dado, más adelante volvieron a instalarse. La fase más encarnizada de la guerra duró solo unas semanas, entre finales de enero e inicios de marzo de 1995, pero hasta 1998, mientras duraron las negociaciones que terminaron en el acuerdo de Brasilia de octubre, hubo infiltraciones constantes de tropas ecuatorianas en el lado peruano de la cordillera del Cóndor, que, aunque estaba todavía sin demarcar, servía de frontera natural entre ambas naciones.
Lo saludable de esta guerra fue que se ganó la paz y la frontera binacional se convirtió en un lugar de comercio y turismo, como siempre debió serlo. Para completar la demarcación fue importante que el Ecuador reconociese la validez del Protocolo de Río, a lo que se había negado persistentemente desde 1960, alegando su inejecutabilidad y el derecho de su país a una salida hasta los ríos Marañón y Amazonas. El precio para conseguir este cambio de actitud fue uno más bien simbólico: la cesión de un kilómetro cuadrado en el lado peruano de la cordillera del Cóndor, que los ecuatorianos denominaban Tiwinza, en calidad de propiedad privada, sin soberanía, pero perpetua. El Gobierno Ecuatoriano manifestó que dicho lugar, donde habían sido enterrados muchos de sus soldados caídos durante el conflicto, se convertiría en un santuario.
El kilómetro de Tiwinza se convirtió en la pieza polémica de este proceso de paz y llevó a la renuncia del canciller peruano Eduardo Ferrero Costa, en vísperas de la firma del acuerdo de Brasilia. ¿Habría podido conseguirse este acuerdo sin dicha cesión? Quedará como uno de los enigmas de la historia.