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La calidad educativa se diseña
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En un mundo que redefine constantemente sus paradigmas, la educación superior se enfrenta a la imperiosa tarea de ir más allá de la mera transmisión de conocimientos. Hoy, la verdadera excelencia radica en la capacidad de forjar profesionales y ciudadanos que no solo se adapten, sino que lideren y transformen el entorno en el que se desenvuelven. Este es el desafío y la promesa de la calidad educativa que aspiramos a construir.
Un estudiante universitario llega al final del semestre con un proyecto que lo ha desvelado. Ha trabajado semanas con su grupo: investigaron, discutieron ideas, se equivocaron y volvieron a empezar. En la presentación final, muestra resultados y también explica qué decisiones tomaron, cómo resolvieron un conflicto de horarios, qué aprendieron sobre el tema y acerca de sí mismos. Cuando termina, su profesora le dice: “Este trabajo resume todo lo que queríamos lograr este ciclo”.
Ese momento, que se repite en cientos de aulas, no es casual. Es el resultado de un diseño educativo pensado para algo más que aprobar cursos. Porque la calidad educativa no ocurre por inercia. Se construye desde el principio, se enfoca en cómo organizamos los aprendizajes, cómo los acompañamos y qué tipo de personas queremos formar. Creemos que educar bien es diseñar bien: con visión, coherencia y propósito.
Durante mucho tiempo, la educación superior operó como un conjunto de esfuerzos aislados. Cada facultad definía sus propios caminos, sin mirar la universidad como un todo. Hoy, eso es insuficiente. En un mundo complejo y cambiante, las universidades necesitan una brújula común. Por eso, hemos rediseñado nuestros planes de estudio con base en un modelo por competencias: una forma clara de decir qué capacidades necesita desarrollar un estudiante a lo largo de su formación.
Nuestro modelo gira en torno a ocho competencias genéricas que atraviesan la vida universitaria: pensamiento crítico, comunicación efectiva, solución de problemas, trabajo colaborativo, investigación, comportamiento ético, autogestión del aprendizaje y pensamiento sistémico. No se enseñan en una sola clase: están presentes cuando se redacta un ensayo, se defiende una propuesta, se trabaja en equipo, se toman decisiones difíciles. Están ahí cuando el aprendizaje trasciende el aula.
Pero hablar de calidad también es hablar de realismo. Sabemos que una formación exigente no puede desentenderse del bienestar del estudiante. Debido a ello, creamos una herramienta que pocas universidades tienen: el índice de carga curricular, que nos permite evaluar si la cantidad de trabajo por ciclo es razonable y si el ritmo de aprendizaje es sostenible. Porque aprender no debe ser un desgaste, sino una experiencia que inspire, que rete y que haga crecer con sentido.
La innovación, en este enfoque, no es solo tecnológica. Pues está, además, en una evaluación clara, en un horario que respeta los tiempos de descanso, en una clase que conecta teoría con realidad. Asimismo, innovar es humanizar la enseñanza.
En la Universidad de Lima, entendemos que formar buenos profesionales implica educar a personas conscientes, responsables y comprometidas con su entorno. Así, cuando hablamos de calidad educativa, pensamos en estándares o indicadores y también nos referimos a historias como la de ese estudiante que, al final del ciclo, se da cuenta de cuánto ha crecido. Porque cuando el diseño está bien hecho, la transformación no solo ocurre: se vuelve visible.
Este enfoque integral, en el que la visión estratégica y el compromiso con el bienestar de la comunidad universitaria se entrelazan, es lo que nos permite no solo responder a las exigencias del presente, sino también anticipar los desafíos del futuro. Es una promesa constante de valor y pertinencia para nuestros estudiantes y para la sociedad peruana.