El Estado como educador sexual, por Carlos Contreras
El Estado como educador sexual, por Carlos Contreras

Tremendo debate se ha armado en estos pagos en torno al tema de la ‘ideología de género’ que el nuevo currículo escolar incorporaría en la formación de los estudiantes. Numerosos padres de familia y organizaciones eclesiásticas entienden que el Estado puede encargarse de la enseñanza de las matemáticas o la historia, pero que un tema como el de los roles de cada género y el funcionamiento de la familia corresponde, sobre todo, a los propios padres y a la Iglesia en cuya organización han confiado su orientación espiritual.

En buena parte se trata, pues, de un conflicto entre el Estado y la Iglesia, o entre la población experta, moderna e ilustrada, que controla al primero, y la católica tradicional, más apegada a la segunda. No es un enfrentamiento nuevo. Desde que Jesucristo dijo aquello de “Dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios” en tiempos del Imperio Romano, la tensión entre estos dos poderes –que son simultáneamente dos organizaciones complejas y estructuradas–, ha sido grande y turbulenta, hasta desembocar en guerras y violencias de lo más cruentas. Recordemos sino las matanzas de San Bartolomé en Francia en el siglo XVI, la rebelión de Canudos en Brasil a finales del siglo XIX o las guerras contra los cristeros de la revolución mexicana de inicios del siglo XX.

Y es que, aunque aquello de dar al César lo que le toca, y a Dios lo suyo, suena como una razonable y salomónica solución práctica, nadie ha establecido qué es lo que a cada uno le corresponde y quién lo determina. Desde la venerable revolución francesa, la criatura triunfante ha sido el gobierno nacional, o el partido del César, para expresarlo en lenguaje bíblico. El Estado nacional ha avanzado arrollador, expropiando a los señores feudales, a los cabildos municipales, a las organizaciones de la aristocracia y a las comunidades de la plebe y, por supuesto, a la Iglesia, sus prerrogativas, sus bienes y sus competencias.

Hace menos de dos siglos en este país que pisamos, por ejemplo, era la Iglesia –más que las Fuerzas Armadas nacionales– la que custodiaba las fronteras, montaba los hospitales donde encontraban alivio (probablemente más espiritual que corporal) los moribundos, mantenía escuelas de primeras letras en los pueblos  (y seminarios para estudios más avanzados en las ciudades), registraba nacimientos, matrimonios y muertes de las personas, y disponía de una gran cantidad de tierras rurales y urbanas que la proveían de rentas y poder. También tenía sus propios ingresos tributarios para financiar su obra pía.

El gobierno nacional no podía dejar de sentir celos por tanto poder a su costado. Desde que el rey Carlos III expulsó a los jesuitas de su imperio, hace exactamente 250 años, el Estado en el Perú inició una lenta y sistemática labor de zapa de esta poderosa entidad rival, a quien, mientras podía, procuraba tener de aliada, pero con la que inevitablemente surgían áreas de interferencia. Hitos de este avance fueron la expulsión de sacerdotes realistas y el cierre de conventos después de la Independencia, la abolición de los diezmos y primicias, la desamortización de los censos y tierras de la Iglesia, la implantación del registro civil de nacimientos, matrimonios y defunciones (optativo al inicio, pero obligatorio después), la proclamación de la libertad de cultos y el establecimiento del divorcio.

No todo fueron victorias. También hubo retrocesos y concesiones, como el Concordato de 1980 suscrito con el Vaticano por el gobierno de Francisco Morales-Bermúdez, que garantizó la autonomía y personería jurídica de las organizaciones eclesiales católicas, la colaboración económica del Estado y las exoneraciones tributarias que las beneficiaban.

El gran aliado del avance del Estado nacional fue su carácter secularizado, racionalista y liberal. Esto quiere decir que toleraba todas las creencias, que en adelante pasaban a ser un asunto individual, de la consciencia de cada persona, territorio de Dios y no del César; que respondía a argumentos de razón y no de fe, y que dejaba a la población en libertad para sus actividades económicas y asociaciones civiles y políticas, con la única restricción de no afectar el derecho de los demás.

Esa trilogía puso a los intelectuales de su lado. El Estado nacional se fue volviendo una organización de expertos: abogados, médicos, ingenieros, economistas, que fundaban la bondad de su quehacer en su carácter científico. A diferencia de la Iglesia, sus dirigentes procedían, además, de un sistema de elección popular que garantizaba la rotación en el mando y el recojo de las demandas de la población.

En el Perú, sin embargo, el Estado no alcanzó el liderazgo, legitimidad y prestigio que en otros lares. Todavía hay muchas regiones y estamentos en los que la Iglesia goza de mayor confianza de la población que las autoridades del Estado. Hace apenas 100 años, cuando el gobierno nacional daba los primeros pasos hacia la creación de un sistema educativo nacional obligatorio, menos de la mitad de los niños acudía a las escuelas, por la desconfianza de los padres de familia, sobre todo del campo, de qué pasaría con sus hijos y –principalmente– sus hijas durante las largas horas en las que estarían bajo la autoridad de los maestros. A los padres les preocupaba si lo que les iban a enseñar iría en contra de sus ideas y creencias, si sería útil para su vida diaria y si la escuela no significaría mayores gastos para su precaria economía.

Tomó gran parte del siglo XX vencer esa desconfianza y temor. No cabe esperar que ahora vaya a ser distinto. El Estado tiene que saber ganarse la confianza de la gente y no estigmatizar al que desconfía como a un bárbaro. Debe comprender humildemente que detrás del resquemor hay una larga historia en la que los hombres del Estado peruano no siempre estuvieron a la altura de las tareas que asumieron o se les encomendó.