¿No les ha pasado que buscan ayudar a alguien y que, luego de hacerlo, la persona beneficiada se aprovecha de ustedes? Según cuenta la leyenda, eso le pasó al buey, que se apuraba a oír la prédica de Buda junto a otros animales y un dragón. Antes de cruzar un lago, el buey recibió la petición de la rata para que la apoyase a cruzar el río sobre su lomo. El noble animal accedió y cargó al roedor que, tan pronto como sintió que habían dejado el agua, saltó al suelo y llegó primero. Desde entonces, el año de la rata es el que da inicio al calendario chino que termina este febrero. Luego de ella, llega a rescatarnos el año del buey o, también, el año del búfalo, su contraparte no domesticada.
El buey es un bovino doméstico que ha sido esterilizado y cuya domesticación cambió para siempre la historia de la humanidad al convertirse en una fuerza para el arado y, por lo tanto, para la agricultura. Su fuerza adicional permitió un gran salto en el desarrollo de nuestro sedentarismo y en la productividad de la tierra, generando con ello crecimiento poblacional y el desarrollo de los primeros estados.
El caso de este bovino nos enseña una característica del pensamiento simbólico humano: que separamos la realidad de la representación. El buey, por ejemplo, podía ser utilizado para el trabajo pesado a fuerza de látigo y, al mismo tiempo, ser venerado en un espacio sagrado fuera de este mundo bajo la forma de dios, tanto en Egipto como en Mesopotamia o la India. Durante siglos, los humanos nos hemos proyectado en los animales, otorgándoles características que admiramos y tememos, como la resistencia estoica y esa interesante combinación entre docilidad y fuerza que tanto caracteriza al buey.
La llegada de los bueyes al Perú fue relatada de manera deliciosa por el Inca Garcilaso de la Vega, quien en 1550, siendo todavía un niño, fue testigo de un evento del que dijo que en ningún desfile de victoria del Imperio Romano había habido tanta gente como la población indígena que se arremolinó para contemplar a estos animales, desatando una reflexión colectiva:
“Decían que los españoles, de haraganes, por no trabajar, forzaban a aquellos grandes animales a que hiciesen lo que ellos habían de hacer”, escribió. Nuestro querido cronista contó, de manera simpática, lo que le costó el haber sido testigo de este acontecimiento: “acuérdome bien de todo esto, porque la fiesta de los bueyes me costó dos decenas de azotes: los unos me dio mi padre, porque no fuí a la escuela; los otros me dio el maestro, porque falté de ella”.
Hiciste bien en faltar a clase, querido Garcilaso, pues presagiaste que los bovinos –toros y bueyes– se convertirían en los animales foráneos mejor integrados a la cultura andina. Ambos se convirtieron en tótems que auguraban buenas cosechas, se les representó en figuras de barro, se les colocó en los techos de las casas como amuletos de protección y se les reservó un lugar especial en los rituales de marcación que son parte de las celebraciones al apóstol Santiago.
El budismo ha simbolizado nuestra relación con el buey como una metáfora del camino hacia la iluminación. En el siglo XII, el hermoso poema escrito y dibujado por Kuòān Shīyuǎn nos muestra pequeños textos acompañados de dibujos denoscriptivos a manera de historieta pionera. En el pequeño texto se describe la sencilla saga de un granjero buscando a su buey perdido en una dulce metáfora de la mente interactuando con la realidad. El primer grabado nos muestra al granjero solitario buscando a su buey, al que solo recuerda. Tras encontrar las huellas del animal, entiende que tiene una guía para su misión que lo lleva a hallar al animal escondido en el monte, con lo que reflexiona que el buey dejó de ser ilusorio para convertirse en realidad. Luego vemos a nuestro amigo intentando domar al buey y reconociendo que, pese a la dificultad, puede conseguir entrar en buenos términos con el animal. Conseguido el objetivo, se nos muestra un hermoso grabado en el que el dueño vuelve tocando flauta sobre su fiel astado. Ya en su cabaña y mirando hacia el jardín, el granjero se siente feliz y, con una humildad exquisita, reflexiona sobre que el buey y él son una unidad y que ambos son nada en el vasto universo. El último dibujo nos muestra al granjero caminando hacia el pueblo, lleno de polvo, pero también de felicidad por haber logrado percibir la realidad tal y como es.
Tal vez la pandemia nos ha enseñado lo mismo; que no podemos entendernos como seres separados del todo, que somos efímeros y pequeños, pero que tenemos un presente en el que nuestra existencia colectiva es plena. ¡Feliz año del buey, del búfalo y de todos los nobles bovinos en los tiempos en los que contaremos con la, precisamente llamada así, vacuna!