“Quizás el peor error de Piñera fue creer que lo que ocurría era manejado por un titiritero externo, con capacidad para planificarlo todo y manipular a la gente”. (Ilustración: Rolando Pinillos Romero).
“Quizás el peor error de Piñera fue creer que lo que ocurría era manejado por un titiritero externo, con capacidad para planificarlo todo y manipular a la gente”. (Ilustración: Rolando Pinillos Romero).
Carlos Basombrío Iglesias

Treinta años de democracia. Elecciones libres sin cuestionamientos. Respeto a los derechos humanos. Elecciones competitivas e incuestionables. Buen funcionamiento de las instituciones. Crecimiento económico sostenido. Buenas condiciones para la inversión privada. Importantes programas sociales. Reducción de la pobreza. Enorme desarrollo de infraestructura. Estos, y otros temas, convirtieron a en una estrella en América Latina vista como un modelo por imitar.

Claro que también había indicios de malestar en los últimos años. Las multitudinarias marchas de los estudiantes exigiendo una educación de calidad y accesible a sus bolsillos. Las masivas protestas, también, contra el sistema de AFP. Signos de corrupción en altas esferas. Alto y creciente desinterés por votar en las elecciones, sobre todo entre los jóvenes.

Hoy, a posteriori, se discute cómo Chile, con todos sus logros, no supo enfrentar el problema de la desigualdad. Y es verdad que no es poca cosa que tengan una distribución de la riqueza tan regresiva, y que, al mismo tiempo, el costo de vida sea tan alto mientras los salarios (medio y mínimo) sean tan bajos. Queda claro que protestan los trabajadores, pero con igual indignación las clases medias. Generacionalmente mandan los jóvenes. El presidente tiene responsabilidad, pero la oposición también; después de todo fue la Concertación, que juntó a la Democracia Cristiana, al Partido Socialista y a otros partidos, la que ha gobernado durante 24 de los últimos 30 años.

Todo encaja, pero igual nadie lo esperaba.

Creo que se ha dado una especie de efecto mariposa. A veces, la pequeñísima brisa que genera el vuelo de este insecto puede generar encadenamientos sucesivos que terminan en un huracán. Un alza insignificante en el precio del ticket del metro (S/0,14) terminó siendo la gota que derramó el vaso. Una cuasi travesura de estudiantes, saltándose las vallas para no pagar, empezó muy rápidamente a convertirse en algo diferente y cada vez más grande.

Tres dinámicas se superponen. La de millones de personas en las calles de todo el país expresando, pacífica y hasta festivamente, su frustración con los políticos que no les han asegurado la calidad de vida a la que ellos aspiran.

La segunda, la del vandalismo de grupos de extrema izquierda o “neoanarquistas”. Setenta estaciones del metro dañadas o destruidas en un solo día requieren intencionalidad y coordinación (pese a las ínfulas de Nicolás Maduro y sus secuaces, creo que si tuvieron algún rol, este fue desdeñable).

Aparece una tercera dinámica en la que gente lumpen comienza a aprovechar las circunstancias y saquear negocios; muchas veces, entremezclados con los más violentos, generan destrucción llevada a límites inimaginables.

Los tres constituyen, a mi juicio, fenómenos sociales distintos, que no buscan lo mismo y que hasta tienen intereses opuestos. Lo que sucede es que terminan impactando como un látigo trenzado, al desencadenarse en el mismo contexto.

Cualquier gobierno en una situación como esta es susceptible a errar. Quizás el peor error de Piñera fue creer que lo que ocurría era manejado por un titiritero externo, con capacidad para planificarlo todo y manipular a la gente (“estamos en guerra”, dijo), y, en consecuencia, decidió encargar el control del orden público a las Fuerzas Armadas.

De repente no tenía otra opción. Todo gobierno tiene la obligación de tratar de restaurar el orden público usando los mecanismos que la ley le permite. Pero, a la vez, el riesgo de usar las herramientas más drásticas (estado de excepción, toque de queda y Fuerzas Armadas al cuidado del orden público) es que sean desbordadas como, de hecho, han sido. Ya jugaron todas sus cartas en ese ámbito. Han controlado poco y han enardecido mucho. Incluso crece el riesgo de que los uniformados comiencen a identificarse con los que protestan o rebelarse contra acusaciones de excesos al mantener el orden.

El pedido de perdón de Piñera y las múltiples medidas sociales que ha anunciado en beneficio de trabajadores y jubilados, así como la reducción de las tarifas de algunos servicios no acabaron ni con las grandes manifestaciones pacíficas ni con el vandalismo político ni con los saqueos.

El gobierno de Piñera parece agonizar. Chile es otro, pero no sabemos cuál. A diferencia de las protestas masivas de Honduras en meses pasados, las que vienen ocurriendo en Haití; y lo ocurrido en Ecuador y Bolivia, lo de Chile tiene otra dimensión.

Hay un antes y un después, también para América Latina.