Tomo el título de una película postapocalíptica (“The Day after Tomorrow”, de Ronald Emmerich) porque para casi la mitad del país el resultado de la elección de mañana será como el fin del mundo. Pero también porque alude a algo que solemos olvidar en el fragor de estas confrontaciones: habrá un pasado mañana (literal, este lunes), y ahí estaremos, obligados a convivir a pesar de nuestras abismales discrepancias sobre valores fundamentales.
¿Cómo vamos a sobreponernos a tal confrontación? ¿Es realista esperar que quienes prevalezcan tengan la grandeza de iniciar un intento sincero de reconciliación, y quienes pierdan actúen con la madurez de aceptar –previo proceso de duelo– el resultado adverso?
Eso solo será posible si lo que nos une sigue siendo más grande de lo que nos separa. Creo que siempre lo ha sido, pero rozando y con las justas. Como he comentado antes (30.11.20), los (hoy) peruanos venimos intentando un proyecto de convivencia unificada en este territorio –un Estado unitario– desde hace al menos 3.500 años. Una y otra vez hemos fallado, pero insistimos. Como el verso de Reynaldo Arenas: “Te seguimos buscando, Patria”. Como el mito de Sísifo: cargamos la piedra hasta una cima solo para dejarla caer y recogerla nuevamente.
Nos separan y nos disuelven la falta de confianza interpersonal, el ímpetu (a veces cainita) de prevalecer a toda costa, la envidia, la alegría por la desgracia ajena. Todo ello es producto de nuestras diferencias, de nuestra diversidad. Si fuéramos más parecidos, tal vez nos entenderíamos más. Pero esa diversidad es también nuestra mayor riqueza, nuestra genialidad (27.03.21). Lo que nos une es más difícil de racionalizar. El consenso intelectual cuando iba a la universidad era la supuesta inexistencia absoluta de identidad nacional. Hoy se dice que confluimos alrededor de la comida y la selección de fútbol (y, tras su adhesión a una candidatura, quizás lo último ya no). Víctor Andrés Belaunde sostenía que los valores transversales a la peruanidad –ético y estético, respectivamente– eran el catolicismo y el barroco. Estudios más recientes de psicología social relacionan la felicidad de los peruanos con su entorno inmediato, especialmente la familia. Y eso no es nuevo.
Las familias han sobrellevado y sobrevivido a rajaduras del tejido social acaso más profundas que la actual. En mi opinión, el mayor mérito de la reciente miniserie “El último bastión” es mostrarnos la historia forjándose en la vida cotidiana, como solía resaltar mi querido maestro José Agustín de la Puente Candamo. Vemos así a una familia que vive la Independencia del Perú con hijos en bandos contrapuestos. No es una extravagancia del guionista. El abuelo de mi tatarabuelo fue general realista, y su hermano, general patriota. En plena guerra civil, mi bisabuela de familia pierolista salvó del paredón a su marido cacerista, mi bisabuelo, estando por dar a luz a mi abuelo. Mi padre tuvo unos primos –hermanos entre sí– que en la Segunda Guerra lucharon uno por los alemanes y el otro por los ingleses. Uno de mis tíos fue funcionario del gobierno de Velasco, que deportó a su hermano, o sea, mi papá.
Las familias se pelean y usualmente se reconcilian. Renuncian así al cretino integrismo de creer que el amor está condicionado por la ideología. A que solo podemos querernos si pensamos igualito. A que visiones alternativas del mundo implican perversidad. Por eso es buena la discrepancia intrafamiliar. Tal vez entre lo peor de esta elección esté la superposición de diferencias políticas con indicadores sociales (NSE, geografía, rural-urbano, etc.). Decía el politólogo italiano Giovanni Sartori que el pluralismo ‘disfunciona’ cuando las líneas de fractura económico-sociales coinciden y se refuerzan. Y concluía: “En este caso aún cabe asegurar la paz y la coexistencia social si hay élites consociativas”; es decir, dispuestas a compartir el poder, a repartirlo, a ejercerlo con limitaciones. Ese es, pues, el reto de la élite peruana –no solo política— para el día después de mañana.