La semana pasada, Elon Musk cerró un trato para comprar Twitter, la “plaza pública de facto”, por US$46,5 mil millones.

Con la noticia, muchos han vaticinado el fin de la red social y múltiples usuarios, de excesiva sensibilidad, anunciaron que la dejarían, en preocupada protesta por los cambios que el dueño de Tesla tiene pensados. Las reformas: cambiar y transparentar el algoritmo de la plataforma, eliminar los ‘bots’ y el ‘spam’ y, sobre todo, relajar los protocolos de moderación para maximizar el potencial de la plataforma como espacio de debate y expresión.

Varias han sido las críticas al nuevo negocio del magnate. Muchas de estas han tenido que ver con él mismo. Por ejemplo, el periodista Marco Sifuentes, sin ahorrar en dramatismo, se ha referido a Musk como “lo más cercano a un supervillano que hayamos visto en nuestro tiempo”, mientras explicaba su preocupación por el “arma” que ahora este tendrá a su disposición.

Otras personas cuestionan que esa suma de dinero no haya tenido otro destino. En las redes, muchas de las alternativas planteadas tienen que ver con problemas para cuya solución los habitantes del mundo ya pagan miles de millones de dólares en impuestos a sus respectivos estados… Sin que el desuso o abuso de esos recursos los haya motivado a indignarse tanto como lo han hecho ahora, cuando alguien emplea dinero privado para su propia aventura empresarial.

Pero lo que más ha preocupado es la que debería ser la promesa más atractiva de Musk: minimizar la censura.

Desde el estallido de la pandemia del COVID-19, Twitter ha hecho más rígida la censura de algunos contenidos, muchos calificados como engañosos o desinformación. Quizá el ejemplo más famoso sea la expulsión del expresidente estadounidense Donald Trump de la plataforma, luego de que un grupo de sus seguidores vandalizara el Capitolio en el 2021, con la negada anuencia del entonces mandatario. Pero un vistazo a los números habla de un fenómeno más general. Según cifras de “The Economist”, en la primera mitad del año pasado 5,9 millones de publicaciones fueron removidas de la red social. Dos años antes, apenas 1,9 millones fueron eliminadas en el mismo período.

Como empresa privada, Twitter siempre ha tenido derecho a jugar con las reglas que prefiera y los participantes, si queremos serlo, hemos tenido que allanarnos a ellas. Pero desde esta columna estamos convencidos de que la censura está lejos de ser un método apropiado para conjurar la desinformación, las mentiras y los discursos contrarios al orden liberal. El mejor antídoto es, precisamente, el debate público y el trabajo atento de la prensa para separar la paja del trigo.

Limitar la expresión, más bien, supone quitarle a Internet lo que la hizo revolucionaria. Su principal atractivo siempre ha sido la descentralización de las herramientas de publicación, dándole voz a una audiencia que, antaño, consumía en relativo silencio lo que los medios y los líderes de opinión les decían. Ningún escrúpulo privado –sea religioso o moralista– debería valer para ponerle coto a la libertad que Internet ayudó a conquistar.

Dicho esto, tampoco se trata de ver la llegada de Musk como una garantía. No hay que olvidar que hace pocos años llevó a juicio por difamación al programa “Top Gear” de la BBC por las críticas que recibió uno de sus autos (y perdió). Además, la plata para todo esto no ha salido solo de su cuenta de ahorros. La compra también la hace con US$13 mil millones de deuda bancaria que asumirá Twitter y US$12,5 mil millones prestados de una docena de bancos con acciones de Tesla como garantía. El magnate, entonces, debe mantener contentos a muchos y necesitará que Twitter le sea rentable. Lo que deja todo lo que pueda pasar, como siempre, en manos de los consumidores.