Javier Díaz-Albertini

¿Existe más allá de unos distritos de la de niveles socioeconómicos altos? ¿No es cierto, acaso, que hay más “desorden” fuera de estos territorios considerados “modernos”? Son preguntas que no podemos obviar, dejar a la burla o al ciberacoso, sino que deben llevarnos a reflexionar sobre las categorías que utilizamos para explicar y describir nuestra sociedad.

Hace 30 años, el reconocido sociólogo Immanuel Wallerstein encabezó una comisión para estudiar los orígenes y el futuro de las ciencias sociales. Según este estudio, el peso del pensamiento liberal a finales del siglo XVIII permitió el impulso de la idea de que la sociedad estaba constituida por tres sectores, cada uno con sus leyes de funcionamiento que merecían sus propias ciencias; a saber, el Estado (ciencia política), el mercado (economía) y la sociedad (sociología).

Esta concepción ha tenido y sigue teniendo enorme influencia sobre cómo vemos el mundo y de qué manera categorizamos los hechos sociales. Las tradiciones académicas varían, pero los tres sectores cobran vida en múltiples análisis y estudios. Los analistas estadounidenses, por ejemplo, hablan del “tercer sector” o los “sin fines de lucro” para distinguirlos del sector público o el privado con fines de lucro. En América Latina, preferimos pensar en la “sociedad civil” como fenómeno distinguible del Estado o el sector empresarial.

Un problema común al utilizar esta concepción de sectores es imaginarnos a cada uno como monolítico e indiferenciado. Hablamos del Estado, por ejemplo, como un ente homogéneo, con lo cual procedemos a clasificarlo como presente o ausente, operativo o fallido, inclusivo o extractivo. La realidad, sin embargo, es mucho más compleja.

Por ejemplo, tomemos el caso de la vivienda. Cerca del 70% de las residencias en Lima –según Capeco (2017)– ha sido construida “sin pasar por ningún proceso formal” (es decir, sin licencia ni supervisión profesional o estatal). ¿Ello significa ausencia de Estado? A primera vista, tendríamos que responder que sí. Esto es, si nos limitamos a constatar que las normas de edificación establecidas por el mismo Estado no han sido respetadas. Pero una mirada detenida nos lleva a una respuesta muy diferente, por varias razones.

Primero, porque fueron construidas bajo prácticas que el Estado mismo promovía y aceptaba implícitamente. Es decir, la secuencia de conseguir un terreno (invasión, posesión, compra), habilitarlo gradualmente y “autoconstruir” la vivienda informal, fue el modelo a seguir para miles de familias en nuestra ciudad desde finales de la década de 1940. Los respectivos gobiernos locales y nacionales –más allá de iniciales condenas– no solo convivían con este hecho, sino que lo impulsaban. En este sentido, el caso emblemático para nuestra ciudad fue Villa El Salvador: una invasión de terrenos masiva, luego reubicada y planificada por el mismo gobierno.

Segundo, porque quizás una de las principales preocupaciones compartidas en la relación entre pobladores urbanos y el Estado ha sido el título de propiedad y el acceso a servicios básicos (agua, desagüe, luz). Le otorga seguridad al posesionario del lote y ha sido un elemento central en el clientelismo gubernamental. Terminó siendo la verdadera política de vivienda social en el país e inclusive se diseñaron programas públicos para acompañar e impulsar estos procesos (el Banco de Materiales, por ejemplo). Es decir, la calidad en sí de la vivienda rara vez ha sido contemplada como política pública.

Inclusive, la titulación cobró crucial importancia con el dominio del liberalismo a partir de los años 90 del siglo pasado. La influyente posición de Hernando de Soto era que serviría para formalizar a los habitantes de la Lima popular al hacerlos partícipes del desarrollo del mercado inmobiliario moderno. Hecho que realmente no ha ocurrido, como bien muestran investigaciones realizadas por el sociólogo Julio Calderón.

En pocas palabras, el Estado no ha estado ausente en la conformación de la ciudad popular. Por el contrario, sus políticas y acciones han sido esenciales en la informalización de la vivienda. Y procesos parecidos encontraremos en cuestiones como la planificación, el transporte o la inversión pública. Tenemos presencia estatal, pero caracterizada por aceptar y sancionar la desigualdad

Javier Díaz-Albertini es sociólogo y profesor de la Universidad de Lima