Augusto Townsend Klinge

Si uno está atento al contexto, habrá notado que los declaran muchas veces para la prensa frente a un panel en el que se lee: “Servimos a la nación”. Sería muy difícil encontrar un eslogan menos representativo de la realidad estos días.

De un tiempo a esta parte, nos hemos habituado a pensar que, desde el momento en que son elegidos –y habida cuenta de que no pueden ser reelegidos– los congresistas se olvidan de sus . La promesa de servir a un determinado distrito electoral, o a la nación como un todo, se esfuma casi de inmediato.

Pueden pasarse los siguientes cinco años haciendo poco o nada, sin que por eso se vean amenazados su sueldo, pasajes, gastos operativos y todo lo que trae consigo la parcela de poder que supone ser congresista.

No quisiera generalizar aquí: hay parlamentarios –muy pocos– que hacen un trabajo loable. Pero lo que no hay, institucionalmente hablando, es un sistema de incentivos que asegure algún nivel de verosimilitud en el eslogan al que me referí al inicio. Más que servir a la nación o a sus electores, el congresista promedio elige servirse a sí mismo.

Vale preguntarse entonces: ¿dónde está el problema, en las personas o en el sistema? Malas reglas engendran malos políticos, y malos políticos preservan (o acentúan) esas malas reglas cuando les conviene. Es un círculo vicioso.

Pensemos: ¿a quién se debe un congresista? El eslogan es coherente con lo que dice expresamente la Constitución en su artículo 93. Pero esta es una formulación problemática. Lo lógico, considerando que son elegidos con un sistema con múltiples distritos electorales, es que representen a aquel que los eligió.

El sistema de incentivos, a mi criterio, está mal diseñado desde el momento en que esto último no se reconoce explícitamente y se da a entender, más bien, que el vínculo de representación del congresista es difuso y que aplica por igual respecto de cualquiera de los 33 millones de peruanos.

Un segundo problema tiene que ver con el tamaño de los distritos electorales. En Madre de Dios todos saben quién es ‘su’ congresista, porque hay solo uno por el tamaño reducido de su población electoral. Pero Lima, aun cuando está subrepresentada en términos numéricos, tiene 33 congresistas en total.

Si uno vota en la capital, ¿cuál es ‘su’ congresista? ¿A cuál puede exigirle que le rinda cuentas? No hay cómo saberlo. El voto preferencial nos da la ilusión de tener un vínculo concreto con alguien, pero no existe realmente. Si queremos que exista, necesitamos reformar el mapa electoral para que haya distritos más pequeños que permitan una relación más directa entre el congresista y sus electores.

Menciono otro problema que es crítico: la prohibición de la reelección parlamentaria. Lo que hizo esta medida fue terminar de romper el sistema de incentivos en el Parlamento. Ahora al congresista le da igual si favorece o no en la práctica a quienes votaron por él, porque es irrelevante considerando que no va a poder ser reelegido. La reelección parlamentaria no es una gollería, es el principal mecanismo para alinear el interés del congresista con el de sus electores.

Se me acaba la página, pero no los problemas que podría seguir enumerando, y ni siquiera he entrado al capítulo que tiene que ver con la representatividad y la democracia interna en los partidos. Pero sí quisiera mencionar algo más que es crítico.

A veces nos regocijamos del nivel de desaprobación que tiene el Congreso, porque lo asumimos como un castigo merecido. Y lo es no tanto por los escándalos (que son como la gota que rebalsa el vaso), sino porque, como les explicaba, el vínculo de representación está esencialmente roto. Es una ficción de la que mucha gente ya se cansó.

Pero el peligro aquí está en que como ciudadanía no sepamos distinguir entre la desaprobación del Congreso de turno y la desaprobación del Congreso como institución central e insustituible para vivir en democracia.

Mucha gente puede desaprobar al presidente circunstancial, pero prácticamente a nadie se le ocurría prescindir de la figura de jefe de Gobierno. Con el Congreso es distinto: no pocos podrían estar haciéndose (o ya se hicieron) la idea de que podemos vivir tranquilamente sin Parlamento.

De ahí la enorme irresponsabilidad de nuestros actuales políticos y partidos. Asumen que el Congreso va a seguir existiendo, no importa cuánto caiga su legitimidad. Están jugando con fuego.

Augusto Townsend Klinge es fundador del Comité de Lectura y Cofundador de Recambio