A estas alturas, creer que el presidente Pedro Castillo quiere nombrar a los mejores cuadros en el Estado es como confiar en que el primer ministro Guido Bellido dejará de ser misógino y sacará 20 en los talleres de inducción de la ministra Anahí Durand.
El profesor Castillo podrá conservar siempre su sombrero, pero la careta ya la tiene por los suelos. Si ni siquiera está dispuesto a cesar al ministro Iber Maraví, pese a las múltiples y prolongadas señas que lo colocan inaceptablemente cerca de Sendero Luminoso y el Movadef, es porque sencillamente prefiere rodearse de gente incapaz y cuestionada antes que gobernar. Si el primer acto de corrupción es aceptar un puesto para el que no se está preparado, ¿cómo llamamos a quien efectúa el encargo? Poco importa si Castillo lo hace por miedo o por convicción. El daño es el mismo.
La legítima defensa es esa figura jurídica que permite a las personas repeler un ataque contra su integridad o patrimonio. Y ahora lo que corresponde es, precisamente, proteger a las instituciones estatales de una captura tan probable como descarada.
Históricamente, los gobiernos se han resistido a hacer grandes cambios en la forma de designar a los altos funcionarios. Querían tener flexibilidad para escoger a gente de “su confianza” y, mal que bien, lo aceptábamos porque, hechas las sumas y restas, el resultado era positivo. Tolerábamos a unos cuantos “amigotes con carnet”, porque la mayoría era gente honesta y competente. Nos creíamos inmunes al arribo de un Ejecutivo que alterara la fórmula, y que copara mayoritariamente el aparato estatal con alfiles cuyo único mérito sería la lealtad sinvergüenza.
Y lo que está ocurriendo ahora con los ministerios, con EsSalud y la DINI, podría ocurrir mañana con Sunat, Sunafil, Sunedu, Indecopi, OEFA, Ositrán, Osinergmin, Osiptel y demás organismos públicos adscritos al Poder Ejecutivo. Y no nos referimos únicamente a sus consejos directivos, cuyo nombramiento está confiado al arbitrio de la PCM y algunos ministerios, sino también a sus tribunales administrativos. Temas tan trascendentales como el licenciamiento de una universidad, la determinación de una deuda tributaria, las multas a una empresa minera, las tarifas de los servicios públicos o la autorización de una fusión empresarial son responsabilidad de órganos colegiados al interior de estas entidades. Su permanencia depende del antojo de los directivos, cuyos puestos, a su vez, obedecen a los ministros que los designan.
Esto debió reformarse hace años, pero pateamos el problema para más adelante. Leíamos los reportes de la OCDE tapándonos un ojo. Inflamos el pecho por las felicitaciones a la capacidad técnica de nuestros reguladores y agencias de competencia, y soslayamos las advertencias sobre las debilidades institucionales y riesgos de politización en los nombramientos y remoción de funcionarios.
Si el Congreso quisiera anotarse un gol tan rápido como necesario, tendría que poner el ojo allí donde tantos gobiernos esquivaron la mirada: la defensa de la institucionalidad. Además de poner requisitos y candados para la designación de funcionarios cardinales, también puede otorgar fortaleza e independencia a organismos como Servir, que son fundamentales en la profesionalización de la carrera pública. Por ejemplo: hacer que su Consejo Directivo sea elegido por concurso público conducido por organismos constitucionalmente autónomos como el BCR, la contraloría o la Defensoría del Pueblo, encargarle obligatoriamente los procesos de selección de puestos claves en el Estado, y limitar el porcentaje y jerarquía de los puestos de confianza.
La defensa de la institucionalidad puede ser una bandera bajo la cual se unan las distintas fuerzas parlamentarias. Y también un paraguas de protección frente a posibles embates autoritarios.