El Jurado Nacional de Elecciones (JNE) parece haber renunciado a su condición de juez supremo de la voluntad peruana expresada en las urnas, para reducir su actuación a la de un mero “salvasellos” administrativo del cómputo de votos de la Oficina Nacional de Procesos Electorales (ONPE).
Aunque la ONPE haya llegado al 100% de la contabilización de actas electorales, con una ajustadísima ventaja de Pedro Castillo sobre Keiko Fujimori, no hay manera de que el JNE pueda declarar por ahora quién ganó y quién perdió la presidencia. Antes debe resolver, en verdad y justicia, el total de irregularidades y nulidades planteadas, desde el derecho a reclamo de una de las partes supuestamente afectadas.
Llama la atención la terquedad con que el JNE se aferra a la pirámide burocrática, con idas y vueltas en sus propias decisiones, y, lo que es peor, tratando de esconder sus prerrogativas de mayor envergadura por debajo del trámite de horarios y calendarios. Llama igualmente la atención la ligereza con que la ONPE se niega a transparentar el padrón electoral, inclusive ante la mediación de un recurso constitucional de hábeas data, que consiste en el derecho de exigir la obtención de datos públicos que no pueden manejarse como exclusivamente privados.
La ONPE y el JNE dan la preocupante impresión de no desear ponerse a la altura de sus responsabilidades y de caer en la impaciencia del candidato de Perú Libre que no le importa autoproclamarse presidente electo sin resultados oficiales a la vista. La nada transparente conducta de ambos organismos constitucionales afecta además gravemente las garantías de elecciones transparentes del presidente Francisco Sagasti, que podrían verse perturbadas si a la postre prevaleciesen los legítimos reclamos no resueltos de la candidata de Fuerza Popular.
Si para la lógica de Perú Libre y sus seguidores basta la aritmética computarizada de votos de la ONPE para dar forma a un veredicto electoral, estaría de más el criterio jurisdiccional del JNE. En otras palabras, sobraría el JNE.
Claro que Perú Libre y el propio Castillo desearían salvar el veredicto numérico de la ONPE, por encima del JNE, para llegar al 28 de julio, fecha central del bicentenario de la República, con los hechos consumados. ¡Pero con qué garantías de legalidad y legitimidad justificadas!
Si se trata de no alterar nada, de llevar la fiesta electoral en paz y que más importen los horarios y calendarios que una honorable justicia electoral, entonces arrojemos a la suerte el resultado de la boca de urna a favor de Fujimori o el resultado del conteo rápido a favor de Castillo de la encuestadora Ipsos y prescindamos de la ONPE y del JNE. Así de sencillo.
Antes el JNE lo era todo, desde organizador del proceso electoral hasta la autoridad jurisdiccional por excelencia, pasando por el papel de contabilizador de votos. Era juez y parte. Igual podía haber hecho bien o mal las cosas, pero era él quien determinaba la delegación ciudadana de poder presidencial y parlamentario del país, delegación ciudadana de poder que precisamente no es poca cosa.
Ahora tenemos dos organismos constitucionales con funciones muy claras y precisas: la ONPE como organizadora del proceso electoral, y el JNE como órgano supremo encargado de impartir justicia electoral. Y el ejercicio de esta justicia electoral pasa por no dejar una sola duda respecto de los resultados.
No habrá legalidad y legitimidad posible en la nueva investidura presidencial ni en los organismos que organizan y arbitran las elecciones generales ni en la Presidencia de la República encargada de garantizar la transparencia del proceso, si finalmente los resultados terminan envueltos en turbias omisiones o en mañosas maniobras de todos o cualquiera de los actores.
El voto con el que cada ciudadano peruano delega poder presidencial y parlamentario por cinco años es un documento inviolable. No es un papel de notas para los inescrupulosos cálculos y garabatos de una mesa electoral. Ni papel mojado en tinta para el JNE. El voto ciudadano es como cada sol de oro en la contabilidad del Tesoro Público. No es un número cualquiera en las sumas y restas de la ONPE. Encierra la voluntad de delegar poder presidencial a quien debe gobernar y a quienes deben legislar. Y quien recibe el mandato de gobernar no puede pretender legislar ni convertirse en Poder Constituyente. Y quien debe legislar no puede pretender gobernar. Eso se llama en cristiano separación de poderes.
Teniendo el voto ciudadano tal delegación de poder, tal magnitud representativa y tal esencia constitucional, el JNE está llamado a hacer que de él emane un mandato indiscutible y no el producto de presiones, intereses y ansiedades políticas, capaces no solo de torcer la voluntad popular, sino hasta de secuestrarla.