Estas semanas Donald Trump viene haciendo algo impensable para un presidente de los Estados Unidos hace apenas unos años. Se niega a responder si dejará el poder de perder las elecciones en noviembre, un misil en la norma fundamental de toda sociedad democrática. Según él la única razón por la que puede perder es si los demócratas hacen trampa. ¿Las encuestas no lo favorecen? Mienten. ¿El sistema electoral es profesional y autónomo? Hay conspiraciones en curso, todos lo dicen.
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Trump sabe que estas declaraciones son gasolina para su base electoral, hoy convencida en una proporción considerable que las denuncias de fraude son reales. ¿Pueden imaginar lo que será gobernar a estos enfurecidos si gana Joe Biden? ¿Quién será responsable por la violencia de los fanáticos que consideren que se robó la elección?
Participar y no reconocer al ganador de una elección es afectar la esencia misma de la democracia. Un compromiso que regula toda la competencia política y que puede describirse como “no hagas a otro lo que no quieres que te hagan a ti”. Aceptar la derrota garantiza que mañana, cuando se gane, se respetará dicho resultado. Por ello, Raymond Aron resaltaba que el principio básico en toda democracia, su virtud esencial, es la conciencia del compromiso.
De hecho, una de las partes que más me gusta ver de un proceso electoral son los discursos de los perdedores. Por lo general son una reflexión sobre cómo, a pesar de las diferencias, hay un proyecto común con los vencedores. Esas buenas maneras son las que Trump viene pisoteando desde hace semanas. En realidad, desde que asumió el poder, pero ante la posibilidad de la derrota todo va para peor.
La polarización de los últimos años está horadando ese compromiso básico no solo entre las élites sino también en la población de EE.UU.. Por ejemplo, la identidad partidaria y el apoyo a Trump se han vuelto bastante más relevantes que antes para decidir temas como buscar pareja.
Lo más sorprendente es lo rápido que el Partido Republicano ha sucumbido a la patanería de Trump. Dado que el presidente es quien jala los vagones de los candidatos republicanos al Congreso muchos de ellos miran en silencio o apoyan abiertamente sus posiciones estrambóticas. No hubo una reacción fuerte y clara de los líderes del Partido para detener a Trump. Al revés, la necesidad de no perder sus espacios ha llevado a una aquiescencia mayor del partido de la que predecían quienes señalaron a Trump como un riesgo para la democracia.
La forma en que estos principios se están dañando en los Estados Unidos dejan una lección general de lo rápido que pueden horadarse incluso en democracias sólidas. Estas reglas democráticas no nacen fácilmente. Por lo general nacen de duros conflictos. Quien hoy alaba la civilidad de los suecos al resolver sus problemas políticos suele olvidar que esta sociedad tuvo conflictos durísimos entre empresarios y trabajadores que dieron lugar a una serie de acuerdos aceptables para las partes. América Latina tras las dictaduras de los setenta también aprendió que este compromiso básico era necesario para una competencia plural.
¿Y qué deja de moraleja para nosotros? Creo que mucho. En el Perú este principio nunca terminó de ser dominante y en este quinquenio hemos visto el costo de su debilidad. Algo tan básico como no hacer aquello que no quieres que te hagan, sería revolucionario en nuestro contexto actual.
Hoy que nuestra de por sí frágil base de compromiso democrático se viene carcomiendo todavía más, sería bueno que los candidatos sensatos de la próxima elección tomen un tiempo en reconstruir una base común. Recordarle al votante que tienen opiniones divergentes, pero que el ganador merece gobernar. No lo hagan por virtud, sino porque sino su gobierno se puede convertir en una pesadilla de pedidos de vacancia, conflictos y maximalismos. Poco tiempo e incentivos para construir, pero urge hacerlo.