Nada de qué enorgullecerse, por Renato Cisneros
Nada de qué enorgullecerse, por Renato Cisneros
Renato Cisneros

No bastan las huellas de violencia en el cuerpo de una mujer para que se haga justicia. Para la ley, un ojo morado, un pómulo abierto o un tabique roto son apenas “indicios”, no pruebas contundentes.

Pero si ya son inauditos los mecanismos con que opera la justicia, más nociva aún es la reacción de cierta población masculina ante estos abusos. Desde el Cardenal de los Escaparates hasta el Locutor de las Bravatas hay, primero, una especie de conmiseración distante, como diciendo “pobrecitas ellas que sufren esa desgracia con la que yo no tengo nada que ver” y, segundo, una tendencia irresistible a culpar a la víctima, como si ella subliminalmente hubiera solicitado ser atacada.

Tanto en el caso de Rony García y Adriano Pozo –cobardes agresores de Lady Guillén y Cindy Contreras– es sintomático el comportamiento mediático que tuvieron los padres luego de difundidos los infames hechos protagonizados por sus hijos. El señor Luis García salió a decir que su hijo había querido suicidarse “debido a que la prensa lo había tildado de criminal”. Y después se vio al propio Rony, suelto de huesos, “revelar” que Lady “había denunciado a todas sus ex parejas”, pretendiendo adjudicarle una supuesta conducta maquiavélica a la muchacha a la que él acababa de someter a puño limpio.

El regidor ayacuchano Jorge Pozo, por su parte, informó que su hijo Adriano era un borderline muy “sensible” al que los médicos habían prohibido tomar alcohol, y se quejó de que Cindy Contreras, sabiendo eso, no hiciera nada para evitar que Adriano bebiera esa noche. “Es más”, argumentó Pozo, buscando con desesperación un atenuante, “¡si hasta pagó el taxi y el hotel!”.

Además de la movilización que se espera para el sábado 13, lo más interesante de la iniciativa #NiUnaMenos –y de los testimonios que han venido divulgándose– es que desnudan, creo yo definitivamente, el molde sobre el que la gran mayoría de peruanos hemos forjado nuestra idea de la virilidad. No es que la violencia contra la mujer sea un problema “que también nos toca”; ¡es sobre todo nuestro problema! No solo compete al pegalón, al patán o al perturbado. No porque no hayamos golpeado a una mujer podemos quitar el cuerpo. Absolutamente todos estamos involucrados porque desde siglos atrás, en masa, conscientemente o no, con mayor o menor énfasis, venimos replicando comportamientos denigratorios, justificando nuestra supuesta superioridad de género y reusando discursos de nuestros padres, tíos y abuelos llenos de estigmatizaciones misóginas –donde la mujer entra en ecuación lineal con la cocina, los vestidos, la maternidad, la subordinación– y cargados de puntuales objetivos sexuales: debutar con la “empleada”, visitar el “troca”, tocar “tetas y culos” y buscar una “buena chica” con la cual tener tus “cachorros”.

¿Acaso no hay violencia en ese aprendizaje? Desde luego. ¿Es responsabilidad nuestra haber heredado esa visión machista, esa sexualidad distorsionada y reprimida? No. Pero sí es nuestra culpa fomentarla cuando, por ejemplo, nos negamos a discutirla o exponerla. O cuando dejamos de criticar a quien ratifica esos modelos desde el púlpito o la radio. (Recomiendo leer las recientes novelas de Santiago Roncagliolo y Jerónimo Pimentel, La Noche de los Alfileres y Estrella Solitaria pues ambas reconstruyen con acierto la masculinidad frustrada y hedonista de los años noventa).

Uno esperaría que las generaciones más jóvenes estén libres de estas ataduras mentales, pero al pensar en Rony García y Adriano Pozo –ambos menores de 30 años– tal expectativa se diluye. Para fortalecerla, no queda otra que marchar. Denunciar. No callarse. Y escribir que ni una mujer más. Ni una menos.

Esta columna fue publicada el 6 de agosto del 2016 en la revista Somos.