(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Diego Macera

en respaldo a la ilegítima Asamblea Constituyente de Venezuela agarró por sorpresa a varios (incluyendo a los de su propio partido). Esta vez no se trató de un exabrupto improvisado y al vuelo de un legislador mientras escapaba de los periodistas en el Hall de los Pasos Perdidos –de esos chispazos que suelen traerles problemas–. No. Fue un video producido y meditado en el que llamaba “epopeya democrática” a la derrota de “las maniobras injerencistas imperiales de Trump y sus lacayos” en Venezuela. Ello a pesar de que solo el 3% de ciudadanos peruanos considera democrático al Gobierno de dicho país.

En este punto, uno no puede dejar de preguntarse si esto es lo mejor que el sistema de representación nacional puede lograr, no solo para el caso del congresista Dammert, sino para todos los padres de la patria que en varios temas están en evidente desacuerdo con la gran mayoría de la circunscripción electoral que los colocó ahí.

Algunos culparán a los partidos. Otros verán la mayor responsabilidad en los electores. A ninguno le faltará algo de razón. Pero en realidad, la causa de fondo –como en otros temas electorales– es el sistema de circunscripciones plurinominales.

Como se sabe, durante las elecciones pasadas en Lima –circunscripción a la que representa el señor Dammert–, más de 6 millones de votantes eligieron entre 504 candidatos al Congreso para 36 curules. Algunos de los problemas que el actual sistema plurinominal con voto preferencial genera son ya conocidos: falta de rendición de cuentas y de contacto entre los parlamentarios y la ciudadanía (¿qué congresista de los 36 lo representa, precisamente, a usted, amable lector limeño?), voto menos informado sobre los candidatos al Legislativo (¿o alguien en Lima leyó 504 hojas de vida antes de votar?), y debilitamiento de los partidos a través de la lucha fratricida del voto preferencial.

Pero estos no son los únicos problemas. Mucho menos se ha hablado acerca del impacto que tienen los distritos plurinominales sobre la base que necesitan los congresistas para ser elegidos y los incentivos que eso genera. Para distritos grandes como Lima, podría bastar con ser el candidato favorito de apenas un treintaiseisavo de la población en un partido que pasó la valla electoral para ser elegido. Así, mientras un candidato al Congreso lanza promesas que apelan a la población de ancianos que espera mejoras en la ONP, el otro apelará a los profesores de colegios públicos, y el tercero al voto de la izquierda que recuerda a los años setenta. Cualquiera de ellos tiene más posibilidades de ser elegido que un candidato más ‘mainstream’, más consensuado, y que no promete prebendas políticas para grupos de población específicos. En otras palabras, aquí no hay necesidad de ser monedita de oro para ocupar una curul. Más bien, los incentivos están puestos para diferenciarse.

Los distritos uninominales o pequeños, por el contrario, fomentarían candidatos menos polarizadores o unidimensionales. Cada partido presentaría un solo candidato, o unos pocos, a cada circunscripción electoral que ya no estaría conformada por varios millones de ciudadanos, sino por apenas pocos cientos de miles. El candidato que quisiera representar, por ejemplo, a Chorrillos o a Ate difícilmente podría ser exitoso aludiendo a una ideología o intereses distintos que los del votante promedio de ese distrito. Las tendencias más radicales, hacia cualquier lado del espectro político, se verían forzadas a moderarse.

Los distritos uninominales no son la panacea (por ejemplo, un partido con una preferencia del 15% en todo el país podría quedarse sin congresistas al no ser el más votado en ningún distrito), pero ciertamente ayudarían a que los padres de la patria estén más conectados con la familia que dicen representar. Y eso sí que sería una epopeya democrática.