(Foto: Archivo)
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Natalia Sobrevilla Perea

Los rumores recientes sobre un inminente nos llevan a pensar en el rol que estos han jugado en nuestra historia. Los dos más recientes y que permanecen de manera indeleble en el imaginario colectivo son el de Velasco en 1968 y el en 1992. Ambos marcaron profundamente el rumbo del país, quebrando y cambiando la base de la organización estatal. Pero los golpes, y el temor a ellos, nos acompañan desde antes del inicio de la República.

Se considera que el primer golpe de Estado en el Perú fue el de Aznapuquio de enero de 1821, cuando los jefes militares acantonados al norte de Lima se pronunciaron en contra de la autoridad del virrey Joaquín de la Pezuela y exigieron que dejara su cargo en manos del general José de la Serna. Consideraban que no había una defensa efectiva contra las tropas de San Martín después de la declaración de independencia en el norte del Perú en diciembre de 1820. Estos militares seguían el ejemplo de Rafael Riego, cuyo pronunciamiento de enero de 1820 había forzado al rey a retornar a la Constitución de Cádiz. Pezuela aceptó ser depuesto y La Serna tomó el mando del virreinato y muchos meses más tarde recibió el reconocimiento oficial de su posición de virrey.

El segundo episodio, ya con el sistema republicano, es conocido como el Motín de Balconcillo, del 26 de febrero de 1823. Se dio luego de la derrota de la primera expedición a los Puertos Intermedios, en las batallas de Torata y Moquegua, que buscaba terminar con los realistas atacándolos en el sur del Perú. Una serie de generales, entre ellos Agustín Gamarra y Andrés de Santa Cruz, reunidos con sus tropas en un pueblo a las afueras de Lima, enviaron una “representación” al Congreso peruano. Este había comenzado sus sesiones en setiembre de 1822 y había nombrado a un triunvirato para encargarse del Poder Ejecutivo. La representación, que demandaba que se le destituyera para poner en su lugar a José de la Riva Agüero como presidente, estaba acompañada de un memorial firmado por una serie de ciudadanos de Lima y de una nota anónima de la municipalidad apoyando la moción. Un día más tarde llegó al Congreso una segunda “representación”, esta vez de parte de los cívicos de la capital, firmada por su sub inspector general, el conde de San Donas.

La opinión de los miembros del Congreso estaba divida sobre qué hacer. Por un lado el clérigo Javier de Luna Pizarro se negó a aceptar la medida de fuerza y partió con rumbo a Chile, mientras que por el otro, el médico Hipólito Unanue buscó una salida de conciliación pidiendo se nombrara a José Bernardo de Tagle en su lugar, ya que tenía el puesto más alto en el ejército. Pero Santa Cruz rechazó esta posibilidad y amenazó al Congreso diciendo que si no se cumplían sus deseos el ejército abandonaría la ciudad. Atemorizados ante la posibilidad de quedar en el abandono, el Parlamento nombró a José de la Riva Agüero primer presidente del Perú.

¿Nos encontramos en un escenario similar en esta coyuntura? Difícilmente. Durante el fin de semana se propagaron toda clase de rumores sobre la inminente toma del poder por parte del Ejecutivo, a pesar de que reinó una gran calma y no se reportó incidente alguno. En el Perú se recurre con frecuencia al espectro del golpe de Estado, en gran medida porque se mantiene vivo su recuerdo y porque nuestras primeras experiencias como nación se vieron marcadas por la toma del poder con el apoyo de las Fuerzas Armadas.