¿Hacia el Estado fallido?, por Gonzalo Portocarrero
¿Hacia el Estado fallido?, por Gonzalo Portocarrero
Gonzalo Portocarrero

En las últimas encuestas de aprobación de los políticos, y registran una caída muy significativa en su popularidad. Una vez más, después de la luna de miel y el optimismo que acompañan los primeros meses de un nuevo gobierno, aflora el desencanto y cunde el escepticismo. 

En el inicio de un gobierno parece haber un incidente que dispara la incredulidad y que desprestigia a la nueva administración. En el caso de Ollanta Humala ocurrió con Omar Chehade. Su reunión con las máximas autoridades policiales evidenció la pretensión de usar la fuerza pública a favor de intereses particulares. 

Pero ahora la situación es mucho más grave, pues lo que está en cuestión, a propósito de la política de sobornos de las constructoras brasileñas, es toda la clase política. Se confirma el estereotipo: todos los políticos son, inevitablemente, unos ladrones. 

La ciudadanía espera ansiosa la siguiente revelación, especialmente la caída de “peces gordos”. Y mientras tanto, el principio de autoridad se debilita porque es obvio, una vez más, que quienes ejercen el poder son los primeros en transgredir las leyes que ellos mismos elaboran y aprueban y que tendrían que hacer cumplir.

En realidad, la vigencia de la ley ha sido siempre precaria en nuestro país. En la sociedad colonial esta debilidad estaba contenida por la convergencia de la fuerza de la religión con la realidad del gamonalismo como un sistema de poder donde el deseo del patrón es la única ley relevante. En la República, la Iglesia comienza a perder fuerza como sustento del orden moral. Y la transgresión, ya muy enquistada en el mundo colonial, no tiene frenos, sobre todo entre los criollos que entienden la religión como medio de asegurarse la buena disposición de Dios hacia sus personas, en vez de creencias que comprometen a todos con un comportamiento ético. 

En una de sus novelas ejemplares, “Rinconete y Cortadillo”, Miguel de Cervantes imagina a dos muchachos que han huido de la pobreza y del maltrato que sufrían en sus casas. Son “pícaros” que se las ingenian a partir de pequeños hurtos o lo que esté a su alcance. Apenas llegan a Sevilla, quedan advertidos de la necesidad de inscribirse con Monipodio, el jefe del hampa. Lo que les sorprende es que sus compañeros, antes de realizar sus fechorías, rezan con contrición, pero no para evitar caer en la tentación de robar sino para que les vaya bien en sus empresas, y para que sea cuantioso el botín. 

Otro tanto ocurre en el Perú, donde los delincuentes pueden rezarle a Sarita Colonia para ganar su protección. Si las cosas salen bien, le podrán dejar una pulserita o una sortija. ¿No hace recordar estas historias al Cristo del Pacífico, al regalo de Odebrecht a Alan García? En todo caso, creencias de este tipo no pueden fundamentar una moral ciudadana basada en la idea de igualdad, pues incentivan a pensar que cada uno tiene una relación tan especial con Dios que queda dispensado de comportarse de una manera justa. Esta perspectiva, tan predominante en el mundo criollo, se ha extendido luego entre los migrantes de manera que la religión deja de ser un freno para la proliferación del crimen. 

En muchos países la moral cívica, laica, tiene como antecedente la religión. Pero ahora los países con mayor respeto de la ley son los más secularizados, aquellos donde la Iglesia ha dejado de normar la moralidad colectiva. Es el caso de Uruguay, el país de América Latina con menores índices de criminalidad pero con menor presencia de la Iglesia Católica en la vida pública. 

La clave está, desde luego, en que la ley solo puede funcionar en un medio social donde la idea de igualdad se ha convertido en sentido común. Donde nadie puede pretenderse superior a los otros por un amparo especial de Dios o una supuesta compensación a lo arduo de su vida. 

En los próximas días, quizá semanas, conoceremos a los implicados en las tramas de corrupción. Ojalá no sean todos los políticos significativos. Si esta fuera la situación, daríamos un paso más al abismo del “Estado fallido”. La sociedad peruana terminaría por convertirse en una tierra de nadie, donde reinan la corrupción y el sicariato. Gracias a estas denuncias de corrupción tenemos, al menos, una oportunidad para limpiar al Estado de corruptos y sembrar en la ciudadanía una moral cívica, de fundamento laico, única base de una convivencia social civilizada.