Vaticinaba Adolfo Bioy Casares, en su “Diario de la guerra del cerdo”, el repentino estallido de una conflagración invisible e implacable en la que los ancianos llevaban la peor parte. Eran amenazados, atacados y asesinados por razones nunca bien esclarecidas, aunque todas las evidencias apuntasen a que el único delito que hubiesen cometido –y, a la vez, su solitaria condena– fuese una: envejecer.
Con las fuerzas menoscabadas por los años, los ‘viejos muchachos’ se organizan para enfrentar a bandas de jóvenes que pretenden liquidarlos por ser quienes son y porque representan aquello en lo que no desean convertirse algún día, teniendo como escenario una ciudad fantasmagórica, iluminada apenas por antorchas.
Escrita cuando acababa de cumplir 55 años y publicada en 1969, el escritor argentino remarcaba así la eterna pelea que aún no podemos ganar los seres humanos: la de librarnos del inexorable paso del tiempo.
Casi cinco décadas después de su llegada a las librerías, esta novela –a mi modo de ver– ha adquirido una especial relevancia a raíz de la pandemia del COVID-19 que azota el mundo y aquello que viene sucediendo a los adultos mayores.
Citaré un ejemplo, relatado por una periodista española y cuyo nombre mantendré en reserva por respeto a los involucrados. La mujer contaba que los médicos de un hospital madrileño les habían pedido a sus familiares el retiro inmediato de su abuela, una mujer de 93 años, muy enferma y que llevaba varios meses en el área de cuidados paliativos.
La nonagenaria debía dar paso a personas más jóvenes, aquejadas con el COVID-19, “porque, total, para lo que le queda”. La echaban sin ninguna asistencia domiciliaria, esgrimiendo la saturación obvia de los servicios sanitarios de la capital española, donde, al igual que en todo conflicto bélico, los protocolos obligan a redoblar esfuerzos por salvar a quienes posean mayores posibilidades de lograrlo.
Otro dramático ejemplo es lo que ocurrió en Italia, donde un médico de la región de Lombardía aseguró que todos los días se debe decidir a quién salvar y a quién dejar morir. Y los ancianos, evidentemente, van perdiendo la partida.
Si hablásemos en términos darwinianos, esta situación sería parte de la “selección natural” en la que el individuo de una determinada especie, al no adaptarse ante la aparición de una nueva enfermedad, es descartado dentro de un ecosistema que podemos considerar tan perverso como inhumano. Sin embargo, es la ley de la vida mediante la cual apenas los más fuertes consiguen sobrevivir.
Consideraciones biológicas y médicas aparte, toda epidemia –y esta no es la excepción– hace aflorar los peores fantasmas que existen en una sociedad.
Bajo un lenguaje condescendiente que se tiñe con el barniz de la protección a los más vulnerables, se esconde un cierto edadismo. Aunque se les reconozca como las principales víctimas del COVID-19 y no se anuncien grandes medidas dirigidas a ese sector de la población, los ancianos son retratados con frecuencia como seres indefensos, incapaces de decidir por sí mismos, que deben ser recluidos en sus casas, apartados de todos porque no tienen las capacidades de antaño.
Ahora, los adultos mayores no solo deben contentarse con vivir con miserables pensiones de jubilación, sino que tendrán que resignarse a permanecer en el ostracismo, sin pocas posibilidades de acceder a servicios médicos. ¿Algún día terminaremos con el estigma que penaliza a las personas por su edad y este sistema que priva a los adultos mayores de ser ciudadanos con plenos derechos?
Pero, como decía Albert Camus en su célebre novela “La peste”, las epidemias no solo son biológicas, sino morales.
Con esta pandemia está aflorando de manera rampante el egoísmo, la falta de solidaridad y de sentido común reflejados en las compras desmesuradas de productos en los supermercados que van desde ingentes cantidades de alcohol en gel, mascarillas innecesarias para personas sanas y hasta enormes lotes de papel higiénico.
Resulta imposible hallar una explicación para los compradores compulsivos de este último artículo. Pero en el caso del primero y el segundo, queda palpable una ausencia de sensibilidad social que no distingue que si los demás no consiguen acceder a los mismos instrumentos para protegerse, se pueden volver en una fuente de contagio, a menos de que uno se mude a una isla solitaria o a la Luna.
Reacciones impulsadas por la proliferación de noticias falsas –algunas reproducidas incluso por algunos medios de comunicación masiva sin la debida verificación– contribuyen a crear un panorama apocalíptico que hacen parecer a Bioy Casares como visionario y, a su obra, como si lo hubiese escrito un oráculo.