(Ilustración: Rolando Pinillos)
(Ilustración: Rolando Pinillos)
Santiago Roncagliolo

Este domingo, quiero que “La forma del agua” se lleve el Óscar a la mejor película. Y el Grammy. El Cervantes. El Nobel. Todo lo que una película o ser humano puedan ganar. 

En primer lugar, lo deseo por razones generacionales. Los cuarentones de hoy reímos cuando “ET” salió a la calle disfrazado de fantasma en Halloween. Y lloramos como bebes cuando se marchó a su planeta, aunque sabíamos que no quedaba otra opción. En los noventa, “El joven manos de tijera” de Tim Burton nos devolvió al monstruo en su versión adolescente: tímido y sensible pero capaz de hacer daño, por pura torpeza, al objeto de su amor.  

Todos llevamos un monstruo dentro: alguien que se siente diferente, y sabe que pagará un precio por no repetir los clichés de su entorno, por no llevar la ropa –o la nariz o las ideas– que la sociedad le exige. Y, sin embargo, a pesar de lo que ha hecho por sus espectadores, el cine de monstruos ha sido tradicionalmente despreciado por los premios y ninguneado por la crítica ‘seria’. Este domingo, la Academia tiene una oportunidad de reivindicar a las películas que han reflejado la parte más vulnerable de nosotros mismos. 

En el plano técnico, hay que reconocer que Guillermo del Toro se ha atrevido a hacer cosas que ningún director del género había osado. Para empezar, una escena de sexo entre una humana y el monstruo (en este caso no se dice ‘interracial’, ¿entre especies diferentes se dice ‘interespecial’?). Una imagen así siempre se ha evitado para no caer en lo ridículo o lo grotesco. Ni siquiera se permitió en “El planeta de los simios”. Y eso que sus monstruos eran lo más humanoides posible. Y que la doctora Zira era, debajo de la barba, una mujer muy atractiva. 

Otra razón cinematográfica para el Óscar es que los protagonistas de “La forma del agua” no hablan. Hace falta una gran capacidad visual para contar una historia de amor sin diálogos, y del Toro narra sin baches ni fisuras, emocionándonos a cada minuto. 

Pero los motivos más importantes para darle el premio tienen que ver con la actualidad. Siempre se ha pensado que un abismo separa al cine fantástico de la denuncia social. “La forma del agua” llena ese vacío con toneladas de talento.  

Echemos un vistazo, por ejemplo, al equipo de los personajes ‘buenos’: una discapacitada, un extranjero deforme, una afroamericana esclavizada por su marido y un homosexual. En cambio, el villano principal, ese verdadero monstruo, es el hombre de éxito, con una familia perfecta y un carro nuevo.  

Sutilmente y sin panfletos, “La forma del agua” nos habla de Estados Unidos, donde Donald Trump ha dado marcha atrás en medidas para la integración de las minorías sexuales, insultado repetidamente a los mexicanos y prohibido la entrada a ciudadanos musulmanes. La América de hoy considera que la gente ‘decente’, como el villano de esta película, debería ir armada para deshacerse de todos los demás. Esta película defiende a los que son diferentes, y reivindica su humanidad. 

El alegato también apela al Perú de Con mis Hijos no te Metas, y al que difunde en las noticias que un venezolano “iba borracho” o “hablaba mal de los peruanos”. Nuestro país estigmatiza la diferencia para sacudir el pánico de los ‘normales’. Es el país de “La forma del agua”. 

Del Toro ha dado con una historia que nos hace soñar pero, a la vez, da en el clavo de las injusticias más flagrantes de nuestro tiempo. Se merece el Óscar, aunque, la verdad, hasta eso le queda chico.