Con solo cuatro votos, incluido el suyo, el magistrado Carlos Ramos Heredia se hizo elegir ayer fiscal de la Nación.
Podría haberse hecho elegir también con tres votos y no habría pasado nada.
Ocurre que el favoritismo político gubernamental del cual goza, sin duda no visible y hasta negado, resulta, por todo lo que estamos viendo, mal disimulado.
Es la burda encarnación del buen recaudo para un oficialismo que empieza a vivir la intensidad del desgaste y los temores propios de una rendición de cuentas al final de los mandatos contraídos.
Es la expresión de la pobrísima desconfianza pública en órganos jurisdiccionales como el Ministerio Público y el Poder Judicial.
En menos de 24 horas hemos visto cómo la justicia maltrata a los muertos y deudos del Caso Utopía, como lo habría hecho cualquier incivilizado tribunal medieval, y cómo la Fiscalía de la Nación desciende de pronto, con las excepciones de regla, a los tiempos de Blanca Nélida Colán, caracterizados precisamente por esperar de ellos, como ahora, cualquier cosa.
Decimos que Ramos Heredia se hizo elegir porque él ya tenía todo armado para que las piezas calzaran perfectamente en el momento oportuno: la renuncia de Gladys Echaíz, el traslado de Pedro Chávarry al Jurado Nacional de Elecciones, los reiterados anuncios del actual titular José Peláez Bardales, descartando su reelección, y el confinamiento del magistrado más antiguo, Pablo Sánchez, a una suerte de exilio interno.
Todos los maquiavelismos alrededor de la elección de Ramos Heredia podrían justificarse y hasta legitimarse dentro del precario, primitivo y perverso sistema que rige la vida y funcionamiento de la Junta de Fiscales Supremos. Lo que no termina de cuadrar en ese sistema es la decisión desafiante del magistrado de imponer su elección sobre el generalizado recelo público que despierta su parentesco con la primera dama, Nadine Heredia, y sobre el escándalo que genera su cuestionada conducta funcional al interior del Ministerio Público.
Al cargo de fiscal de la Nación solo puede llegar un magistrado que no solo sea intachable, sino que también lo parezca. Ramos Heredia no lo es ni lo parece.
La defensa de la legalidad del país, que está a cargo del Ministerio Público, busca ser encarnada, en su máximo nivel de autoridad, por quien precisamente no debiera representar amenaza alguna a la defensa de esa legalidad. Ramos Heredia es una amenaza.
Los intereses públicos tutelados por el derecho reclaman, en el fiscal de la Nación, una representación viva, funcional, honorable y confiable. Ramos Heredia no los representa.
Con años de carrera por delante debió ponderar mejor sus posibilidades y limitaciones, dejando a salvo cualquier conflicto de interés respecto de su parentesco con la primera dama, y cediendo su lugar a quien podría suceder a Peláez en condiciones menos traumáticas que las actuales.
Todavía está a tiempo para hacerlo antes de que la estabilidad jurídica del país sufra más daño.