(Ilustración: Giovanni Tazza).
(Ilustración: Giovanni Tazza).
Hugo Coya

A estas alturas, creo que no existe duda de que vivimos tiempos de cambios; desconcertantes para algunos, optimistas para otros y de zozobra para ciertos nostálgicos que temen estar observando los últimos resquicios de un mundo que se va y que no volverá nunca más a ser como antes. La historia evoluciona o involuciona –dependiendo de la óptica de cada uno– y los sucesos discurren de manera vertiginosa, sin pausa, muchas veces no permitiendo ni el respiro necesario para meditar.

Como me considero un escéptico por naturaleza, me ubicaré –por el momento– en las antípodas de los más entusiastas. Para demostrarlo, pondré como ejemplo dos hechos que sucedieron hace una semana, aparentemente inconexos, y que pueden reflejar mi recelo por la realidad actual. Claro, no faltará el afiebrado –de cualquier lado del espectro– que defina ambos acontecimientos como la lucha entre el bien y el mal.

El sábado pasado se realizó en 50 ciudades del mundo la Marcha por la Ciencia, una iniciativa que busca concienciar acerca de su importancia para la humanidad y advertir los riesgos de la creciente tendencia global a limitar sus investigaciones o cuestionar sus hallazgos, basados en meras convicciones políticas, sociales o religiosas.

En el Perú, dicho evento pasó casi desapercibido y, más bien, coincidió con una serie de caravanas en diferentes puntos del país del colectivo , que se opone a la política educativa de enfoque de género, que pretende fomentar la igualdad. Para estas personas, de nada valen los argumentos de que la implantación de una educación sin tabúes ayudará a que, desde la niñez, se coloquen los cimientos de una sociedad donde todos y todas gocen de los mismos derechos y las mismas oportunidades, sin discriminación ni exclusiones.

La idea es oponerse a toda costa a la iniciativa y no interesa si, para tal fin, se usa a niños coreando lemas que quizás no entiendan o se colocan pancartas en las calles que los expone a leer temas que –aseguran– no deberían conocer, a pesar de que el Código de los Niños y Adolescentes obliga a preservarlos de exposiciones públicas.

¿Mera casualidad? ¿Ironía histórica o una demostración de que la distancia entre el atraso y el desarrollo aún es demasiado larga en el país? Por allí surgirán voces que sostengan que, por el contrario, las cosas están mejorando y esgrimirán como prueba la actuación de la generación de fiscales y jueces a quienes no les está temblando la mano a la hora de sentar precedentes en el combate a la corrupción o la defensa de algunas libertades.

Sí. El Poder Judicial y el Ministerio Público parecieran haber abandonado sus tradicionales papeles de actores secundarios para asumir un protagonismo que está acorralando a quienes –excesos aparte– se les consideraba intocables. Pero me temo que resulta insuficiente.

Algunas clarinadas matinales no hacen una sinfonía; ni una golondrina, un verano. Resulta, pues, demasiado fácil ser presa del oscurantismo como viene ocurriendo en otras latitudes y aquí ocurre con demasiada frecuencia. Vuelvo con otro ejemplo del que fui protagonista involuntario hace casi dos años.

La obra de teatro “Mucho ruido por nada” –interpretada, entre otros, por actores como Paul Vega, Pietro Sibille y Sergio Gjurinovic– había concluido una exitosa temporada que le permitió ser considerada la mejor puesta en escena del 2016. Gracias a un acuerdo con su directora, Chela de Ferrari, los directivos de TV Perú decidimos exhibirla el 1 de enero del 2017. Sin embargo, semanas antes de su estreno televisivo decenas de personas realizaron una vigilia frente a las instalaciones del canal para exigir que no sea exhibida porque –sostenían– promovía la debido a que los papeles femeninos de esta pieza del siglo XVI eran interpretados por hombres.

¿Se imaginan qué hubiera pasado si la televisión nacional censurase una obra de ? Habríamos sentado un precedente terrible a la cultura, a la memoria del más importante escritor inglés, tornándonos en el hazmerreír mundial, desconociendo, además, que dicha comedia fue escrita en tiempos de la reina Isabel I de Inglaterra, cuando se les prohibía a las mujeres subir a los escenarios.

Se sostiene que en una democracia moderna todo el mundo tiene derecho a la crítica, algo que es meridianamente cierto. Lo que no puede ni debe aceptarse es que –por la fuerza de nuestros prejuicios– los demás sean obligados a vivir en el desconocimiento y en las tinieblas.

Mas no resulta sencillo romper una inercia que nos condena a ser uno de los países más peligrosos para nuestras mujeres porque todavía existen demasiadas personas caminando con las manos en las espaldas, arrastrando grandes lastres, resignadas a mantener los rostros cabizbajos, en un estado de mansedumbre que garantiza la permanencia de tantos atropellos, de tantos dogmas.

Miembros de la Asociación Peruana de Sexología y Educación Sexual, de la Universidad Cayetano Heredia, y otros expertos, han advertido acerca de los peligros de no impartir educación sexual. Señalan que si los adolescentes no aprenden en los colegios de manera adecuada, lo harán por medio de la pornografía, el Internet o en la calle, como ocurre ahora.

Ninguna creencia puede estar por encima del poder de la verdad y hay que defenderla hasta que la razón venza a la sinrazón. Lo contrario sería repetir casos como el de Hipatia, aquella pionera en los campos de la astronomía, las matemáticas, la filosofía, la ciencia política y cuyos alumnos fueron un modelo de diversidad étnica, cultural y religiosa en la Alejandría del siglo I. Su brutal asesinato, a manos de cristianos fanáticos en el año 415, constituyó el fin del racionamiento clásico y el advenimiento del oscurantismo medieval. Y ya existen demasiadas nubes negras sobre nuestra historia como para dar una nueva marcha atrás.